Compañía

J.C. Adrien

-        Abuela, ¿en qué pasas las horas?


Rebusqué en el cajón mi pañuelo de seda rosa. Me preguntaba por qué tenía tantos, si sólo me ponía dos. El rosa, para los días bellos y nostálgicos, como el de hoy. El azul celeste, para los días que se diluían entre tantos otros, que pasaban sin huella pero sin reproches, pues yo ya había llegado a esa edad en la que el puro pasar de las horas devenía una rutina dulce y placentera.


Mis manos, cada día más torpes, añoraban el suave contacto de mi Luis, mi querido compañero que nunca dejó de cogerme la mano para ir por la calle y que me había dejado tres años atrás. A él le gustaba mi pañuelo rosa, y lo acaricié mientras me lo remetía en el jersey, recordándole, un día más.


Me dirigí hacia la parada de metro de Urquinaona, como cada mañana, recordando la conversación que había tenido con mi nieta tan sólo dos tardes atrás. A ella, linda niña de ojos grises, en su inocencia de los 15 años, salpicada con una pizca de madurez y un mucho de rebeldía, no le gusta que esté tantas horas sola y quiere saber qué hago. Mi nieta bonita. Ella no sabe que yo nunca estoy sola. Intenté hacérselo entender.


Les tengo a ellos, los tenderos de la Plaza, que venden llaveros de conejos suaves y chicles de menta, que me saludan todas las mañanas con una alegre sonrisa. A María, la camarera del bar de la esquina, que me pregunta por mis nietas cuando tiene un minuto entre cliente y cliente. Y sobre todo, a todos ellos, a los pasajeros que, entre la parada en la que nos encontramos y la de su destino, me hacen compañía sin saberlo. Me gusta pasar las horas entre ellos, yendo y viniendo por la Línea 1, de Urquinaona a Hospital de Bellvitge, y de vuelta a casa después, como una espectadora anónima, viendo cómo se quieren, disfrutando de sus risas, lamentando sus preocupaciones. Sus voces, sus olores… a veces agradables, otras veces terribles, pero siempre peculiares y sobretodo, reveladoras. Incluso a veces, me sonríen, y yo les devuelvo la sonrisa sintiéndome parte de algo, de esa humanidad tan distinta y a la vez tan parecida que vive inconsciente de la fugacidad de esos momentos que yo retengo como un tesoro.


Ese secreto lo tenemos mi nieta y yo. No quiero preocupar al resto de mi familia con mis idas y venidas por la Línea 1, creerían que echo de menos los viajes diarios que hacía al Hospital de Bellvitge durante los últimos meses de vida de mi marido, como me sugirió la preciosa e inteligente niña de ojos brillantes. Sí, aquella fue su última parada. Quizás hay algo de eso, pero…


La realidad es que esos compañeros anónimos, que descubrí en mis viajes al Hospital, son una grata compañía para alguien mayor como yo, porque nada exigen y mucho dan, porque el pensamiento de que tenemos más en común de lo que creemos calienta mi alma como una gran ola templada de un mar de verano y acompaña mis días, llenándolos de color y alegría.


-        Yo nunca estoy sola, mi amor.


 


 

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