Cómo me gusta dejar pasar el metro!

JOn Tovich

Cómo me gusta dejar pasar el metro, ahhhhh... Uy, ahí se va. Qué lástima. Cómo me gusta dejar pasar el metro.... 


No entiendo esa manía de que apenas viene el primero hay que cogerlo, incluso cuando no hay prisa. Y si ya al bajar las escaleras sentimos el viento en la cara del que está casi llegando, meterse a acelerar el paso. Poco, mucho, pero apuramos el andar. Yo en cambio prefiero sentir como me acaricia el rostro como brisa del oeste y observar cómo bajan raudos como gacelas los que no pueden esperar aquel otro que vendrá tan solo en tres o cuatro minutos más. Nada mejor que ver esas espaldas que giran en donde giran las escaleras y se desvanecen como fantasmas en su ruta hacia donde sea, pero un lugar que pareciera desaparece si se llega tres minutos más tarde. Y luego están los desilusionados, los que ven el cerrarse de las puertas justo delante de sus narices, no sin antes haberse topado con toda la multitud de gente que acababa de bajar. Éstos, en su mayoría, no pueden dejar de recriminar estos sucesos a ese último beso que le dieron a su pareja al despedirse en sus casas, o esa última tostada que al fin de cuentas no era tan necesaria, o simplemente adjudicando este crimen a la malicia intencionada del conductor, que aún se seguirá riendo de ellos hasta la próxima estación, donde ya se lo hará a otro. Y sí que es divertido. Yo soy parte de ellos. Pero ahhhhh! cómo me gusta dejarlo pasar. Simplemente lo dejo ir. Raras veces, pero entonces, soy yo el que se ríe. Del chófer, que si condujera el siguiente tren por venir no me perdería como pasajero. De las puertas automáticas, que sin escrúpulos cierran sus puertas sin obtener el placer de haberme decepcionado. De los que con bronca miran la hora, masticando en sus pasos los tres minutos fatídicos. Yo, simplemente, veo una tromba de gente que sale expulsada de los vagones, con direcciones ya tan predeterminadas que ansiosas caminan juntas hasta las escaleras mecánicas, para tras éstas dispersarse con tanta eficacia que ni un escuadrón de policía de tránsito lograría alcanzar. Los veo salir y me digo, inclinando un poco la cabeza, no, gracias, no me apetece subir. Veo los envistes, las peleas silenciosas que gritan en los rostros, las desilusiones, al chófer mirando por su monitor, disimulando, si la hay, su sonrisa malvada, y me siento en el banco del andén que más me apetezca. El de más aquí, el de más allá. Si lo tengo, saco el libro y me pongo a leer. Y si no lo tengo siempre encuentro algo que me distrae. Si tengo suerte quizás veo algún ratoncito escurridizo entre las inertes vías. Siempre me han resultado tan simpáticos... Miro a los pasajeros que esperan enfrente (siempre alguno es llamativo). Divago un poco con pensamientos que me sobran en la cabeza y quizás, sólo quizás, dejo escapar otro metro. Solo que éste con más disfrute. Como que veo la película desde el comienzo mismo. Desde que apenas se le ve asomar la luz por el túnel hasta que desaparece por el otro extremo, tragado por la oscuridad, cargado de gente, a tope de zapatos, de minifaldas, de cinturones, de libros de bolsillo.            


Pero sin mí.


                            JOn Tovich


 

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