Antídoto

Uriel

Me puse mis audífonos. Cantaba en silencio mientras escuchaba la canción. “…Y no nos vamos, nos quedamos, por mucho que les duela”. El mercado de Sant Antoni se veía por el vidrio opaco de la puerta. Mi respiración caliente empañaba el vidrio. Y de pronto, desvanecido el aliento, apareció él reflejado allí. Como un fantasma ¡Estaba allí! Una vez más en este bus, en plena desescalada. Quise voltear y mirar el asiento donde, sentado, se mostraba hermoso, con sus ojos brillantes y ese cabello corto tiradito a un lado. ¿Le hablo? No. En realidad, no sabía qué hacer. ¿Se levantará y bajará como siempre en Pujades/ Parc de la Ciutadella? Y yo estaré aquí, en la puerta, mirando a la nada, con mi móvil en la mano, nervioso, temblándome las piernas, sudándome las manos, guardando la distancia social que nos impone la pandemia. Él allí. Yo perdido en la emoción. No podía pensar. Sólo recordaba nuestra primera conversación.


 


 


Durante meses habíamos viajado juntos, algunas veces frente a frente, algunas otras, nos separaba un bus entero, la gente, la ciudad, o ese libro que leía con atención, con su resaltador en mano, dispuestos a marcar la idea importante del autor, leyendo durante tres minutos, para levantar luego la mirada, clavar sus ojos en los míos, sonreír, guiñar un ojo, y volver a concentrarse en su lectura. Otras veces iba al lado, estirando sus piernas largas y poniendo los pies sobre la silla del frente. Yo miraba hacia la nada. Nervioso. Así, una vez me preguntó la hora.


 


-¿Tens classes? -dijo.


 


Respondí con temor. Me está hablando. ¿Qué le digo?


 


-Sí, i tinc un examen- respondí con un todavía básico B2 de Parla.cat.


Me sentí pequeño, pero entusiasta.


 


-Et veig sempre aquí -insistió él.


 


Conversamos todo el trayecto. Cuando bajó mi cabeza se quedó revuelta. Sin estar atento, me pasé dos paraderos, pero con la esperanza de que pronto lo volvería a ver. Sin embargo, no volvimos a hablar. Luego llegó la cuarentena y se llevó la libertad y algunas ilusiones.


 


Ayer empezó la fase 2 de la desescalada. Salgo sin esperanzas. Y la vida nos volvió a juntar en el mismo N16 en dirección a Besós. Estira su brazo blanco hasta el botón para solicitar la parada. ¿Me hablará? ¿Le hablaré? ¿Se acordará? Me predispongo a retomar la conversación. Lo veo. Me ve. Tiemblan mis retinas de la ansiedad. Se le nota inquieto también. No me quita la mirada de encima. Se dispone a bajar. Viste un pantalón gris corto y unas zapatillas blancas que perfilan su figura. Sigue mirándome. Yo no puedo esquivar la mirada. La expectativa es grande, la pasión se intensifica. Se nota que ambos estamos conectados. Pone un pie fuera del asiento. La camiseta roja se confunde con los colores del bus y con el logo de TMB pegado en la ventana. La anciana frente a mí nos mira con ternura. Sonríe. Se da cuenta del momento tan incómodo como prometedor. Ya de pie, camina cinco pasos. Se planta frente a mí, guardando la distancia de un metro y me dice con la voz más dulce que jamás he escuchado sobre la tierra.


-Bo veure´t aquí! No us oblideu de la mascareta. Us veiem demà.


Se baja, me mira desde la calle mientras la puerta del bus se cierra, hace un ademán de despedida con la mano izquierda y yo pienso: “la posibilidad del amor es el mejor antídoto a la desesperanza”.


 


Barcelona, 15 de junio de 2020


 

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