Gael y los otros

Momo

Jamás hubiera dicho que echaría en falta a Gael, tan pulido, tan modosito, repasando cada mañana las tablas de multiplicar, dos por uno, dos por dos… y a su mamá, por supuesto, tan atenta, tan razonable, tan coherente… tan insoportablemente eficaz, inculcando a diario la severidad a su retoño con la melaza de su voz del otro lado del océano. Y mira que he intentado esquivarles… acelerando el paso hacia la parada del bus unas veces, entreteniéndome otras, dejando pasar el bus de las 8:30… pero nada, raro era el día en que no coincidíamos. Hasta la semana pasada. Cinco días sin ellos y ya estoy deseando que vuelvan, la causa: los otros.


Nada hacía presagiar cuando subieron por primera vez en el bus lo que se nos venía encima. Quién iba a pensar que aquellos dos gemelos orientales y su estilizada madre sembrarían el caos, una mañana sí y otra también, en la apacible línea 59. Siempre ubicados en las filas del fondo, a las que llegaban sin tocar el suelo, agarrados a los asideros, balanceándose para pasar de uno a otro ante el estupor diario de los pasajeros y las llamadas al orden del conductor. No era su costumbre recitar las tablas de multiplicar, y no porque estuviesen callados, bien al contrario, pasaban todo el trayecto insultándose el uno al otro, eso sí, siempre en catalán, con una vehemencia que al resto del pasaje nos ponía el pelo de punta, aunque nunca les dijimos nada, respetuosos todos con la libertad de expresión… Y la madre… impasible, inmutable, sentada justo frente a ellos con sus huesos de acero hincados en la tapicería o en el brazo del incauto que osara colocarse a su lado. Y con ese artilugio… la barrita de metal con una bola en el extremo… De tamaño no más largo que el dedo pulgar, presionaba con él la articulación de su rodilla a base de movimientos repetitivos, que alteraban mis nervios más que los insultos cruzados de los otros.


Ayer volvieron Gael y su mamá, ella con un brazo inmóvil, en cabestrillo y el dolor en el rostro, fue a sentarse frente a mí. Iba a interesarme por su lesión cuando entraron los otros escoltados por su madre, descolgándose por los asideros, como era habitual. Al llegar a nuestra altura, la mamá de Gael les hizo una señal, ellos se acercaron… les susurró algo al oído… El estrépito cesó al momento. La madre de los otros acudió como una bala y tomó el brazo lesionado de la mamá de Gael entre sus huesudas manos, yo la observaba impotente, ¿qué hacer? lo palpó repetidas veces y, sin mediar palabra se lo estiró hacia afuera con brusquedad. Me quedé helada. El bus entero se quedó helado. La mamá de Gael, tras un momento de confusión, sonrió: su dolor había desaparecido.


Vamos mucho más tranquilos en la línea 59, sobre todo desde que sabemos que viaja con nosotros una fisioterapeuta eficaz y una coach especialista en conflictos. Y, sobre todo de todo, desde que Gael y los otros se han hecho amigos. Ahora, cada mañana que coinciden en el bus van, pulidos y modositos, repasando las tablas de multiplicar, dos por uno, dos por dos… eso sí, de vez en cuando, por lo bajo y entre risas, se les escapa alguna palabrota, siempre en catalán; el resto del pasaje sonreímos, respetuosos todos con la libertad de expresión…

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