Alba

Torrance

Tiene el pelo rubio que le cae sobre los hombros con gruesos tirabuzones y baja insegura por la escalera de acceso a la estación de metro de Pubilla Cases. Mira con atención sus propios pies enfundados en las bambas blancas que hoy ha estrenado. Pone mucha atención en los escalones que, para ella, son todavía muy altos, pero la mano de su padre a la que se agarra firmemente le da mucha seguridad. La mascarilla le pone muy complicado mirarse los pies.


Los dos llegan a los tornos que dan acceso a los andenes de la Línea 5 y ella busca en la mochila su propia tarjeta T-16, la introduce orgullosa en la ranura de entrada y pone la mano en la de salida para recibirla cuando la máquina, mágicamente, la escupirá liberando el torniquete para darle paso.


Ya al otro lado de la barrera, cierra con escrúpulo la cremallera después de guardar la tarjeta. “¡No se te ocurra perderla!” la había avisado mamá dos noches antes cuando se habían despedido. Espera disciplinada a su padre con la mano derecha levantada para que el hombre la vuelva a agarrar y juntos bajan al andén, dirección Vall d’Hebron. Ella arrastra al hombre hasta la mitad de la acera, donde está colgado el mapa de las líneas. El color azul le permite localizar enseguida la L5. Sigue con la mirada el recorrido serpenteante hasta que encuentra la parada de El Coll/La Teixonera, donde tienen que bajar para que ella sea devuelta a su madre. Sabe perfectamente que es la penúltima parada de toda la línea, pero le gusta ver en el mapa como cruzarán buena parte de la ciudad i contar las paradas que tocarán en todo el recorrido.


Es domingo por la tarde, el andén está medio desierto; los trenes pasan a intervalos bastantes largos, así que tiene tiempo para contar todas las estaciones que pasarán y leer en voz alta los nombre de cada una de ella. ¡Dieciocho! ¡Nada menos!


La voz del padre la despierta de su estupor:


— En dos minutos llega. Ven aquí — y vuelve a coger firmemente su mano.


Un ruido sordo llega desde el túnel, antes de que aparezcan los faros y luego el tren que entra con estruendo en la estación.


En la puerta del vagón la luz verde del pulsador de apertura parpadea alegremente. Le gustaría apretarlo como siempre le dejaban hacer cuando era más pequeña, hace unos meses, pero el padre la retiene.


— ¡Con el dedo no, Alba! Usa las palabras mágicas.


— ¡Ábrete Sésamo! — grita ella riendo. Y todas las puertas del tren se abren mágicamente.


“Ya no soy una niña” piensa. “Lo hago porque me divierte”.


Ayer, sábado, mientras volvían a casa de papá en Esplugues, desde el parque donde había probado la bicicleta que él le había regalado para celebrar que volvían a estar juntos después de tanto tiempo, habían hecho parada en un bar porque papá se había quedado sin tabaco — todavía tiene ese vicio tan malo — y cuando la maquina había devuelto el cambio ella había gritado: — ¡Hemos ganado! — como hacían cuando era pequeña — ¡Cuánto se habían reído los dos!


— ¿De verdad volverás a buscarme de aquí a dos semanas? ¿No volverás a desaparecer otra vez? — pregunta ella emergiendo de sus recuerdos, una vez que están cómodamente sentados en el vagón semivacío.


— No había desaparecido — protesta el hombre sonriendo —. Hablamos por teléfono cada día. Ya sabes que es por lo de la gripe esa. Ya no eres una niña.


“No, ya no lo soy” piensa ella y vuelve a concentrarse en las lucecitas rojas sobre la puerta de salida, que se encienden a cada estación que pasan, que la alejan de casa de papá y la acercan a mamá.

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