La guerra bajo tierra

Anónima

Cuando el metro deja de ser un entreacto, un mero espacio transitorio, y se convierte en un refugio, una comunidad subterránea, entonces, sabes que estás sintiendo la guerra. Cuando ya no son únicamente los vagabundos o los adolescentes desgarbados quienes se sientan en el suelo del andén, sino que también eres tú, y tu hijo, y el vecindario al completo; estás sintiendo la guerra. Cuando los bancos de la estación dejan de ser unos simples asientos para servir como lecho paritorio a una embarazada, ahí es cuando sabes que estás sintiendo la guerra. En el momento en que ya no observas el reloj de la estación con impaciencia, con las ansias de cerciorarte de que llegarás a tiempo a donde quiera que vayas, simplemente porque ahora ya no tienes que llegar a ningún lado, la estación se ha convertido en tu nueva limitada realidad; es entonces cuando sabes que estás sintiendo la guerra.


 


Cuando percibes con atención la melodía de un cantautor improvisado, de aquellos que antes ojeabas con indiferencia por los pasillos del metro, y ahora se ha convertido en la única circunstancia que te hace sonreír, es así cómo sabes que estás sintiendo la guerra. En el instante en que contemplas a tu hijo, que deambula somnoliento por el andén, no para prevenirlo de empujar a ningún pasajero, sino porque quieres guardar su imagen en tu memoria; clavas la mirada en su diminuta figura pensando que así retendrás su presencia, que evitarás que nadie lo aparte de tu lado, porque es lo único que te queda cuando la guerra te lo ha quitado todo. Miras a tu alrededor y ves a una mujer calmando el llanto estrepitoso de su bebé – retrato tozudo de todas las guerras – y en vez de sentir la apatía de antaño, experimentas un dolor renovado que te hace pensar en la injusta desdicha de ese niño, que eso nadie lo merece, que la paz debe ser un fin en sí mismo. Sabes que estás sintiendo la guerra cuando observas abstraído la infinitud del túnel y ves en él la boca del lobo. La negritud del corredor se metamorfosea en todas esas pesadillas que se han instalado en tu subconsciente y que te acompañarán toda la vida para recordarte el infierno que viviste un día.  


 


La noche cae otra vez, la gente acomoda unas camas improvisadas y tapa su cuerpo entumecido con una manta precaria, dejando sus pies a la intemperie. Miras a tu alrededor, observas la guerra, la normalidad interrumpida, la cotidianidad rota. Observas la guerra también en los ojos de la gente, sobre todo de los más pequeños, cuyas pupilas, negras, son tan oscuras como los temores que les afligen por dentro.


 


Te recuestas sobre tu colchón, cierras los ojos y afinas el oído de manera involuntaria. Para quien tiene miedo, todo son ruidos. El miedo es vigoroso, sabe hacer acto de presencia, activa nuestros instintos y es propulsor de corazonadas. La más nimia nota discordante puede perturbar nuestra calma anímica: la respiración agitada de una joven madre, el llanto sofocado de un anciano, todo parece ser un indicio del estallido de una bomba inminente, cuya resonancia chocará contra las paredes del túnel, duplicándose en una reverberación interminable.


 


Te recuestas sobre tu colchón y percibes el silencio del lugar. El silencio, a veces, es el ruido más fuerte de todos. Adviertes el mutismo y lo abrazas, te dejas mecer por sus delicadas formas. Aferrándote al silencio, agradecido de que sigues con vida, es cuando finalmente te convences a ti mismo de que tu país está en guerra.


 

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