Paral·lel II

Max Cohen

Sucedía todo muy rápido y Sara no acababa de fijar los detalles. No, desde luego, la apariencia exacta de la mujer: vestía de oscuro y parecía acarrear un bulto. Sara pensaba que tal vez fuese una agente de policía o detective, por el modo en que examinaba la vía.


Tampoco conseguía concretar del todo la imagen del tipo. Era pelirrojo y muy pálido, y esos detalles llamaban su atención y emborronaban cualquier otra consideración. Tampoco es que la iluminación fuese óptima: las luces de aquella estación tenían un tono mortecino, un amarillo malsano que parecía presagiar la tragedia que invariablemente se desplegaba ante sus ojos: la policía (¿detective?) que veía algo en la vía y se acercaba al borde del andén justo cuando el tren llegaba —el tren mismo en el que viajaba Sara —, el tipo pálido y pelirrojo que surgía de algún lugar y empujaba a la mujer bajo las ruedas del convoy. Los frenos que atronaban, la expresión de terror de Sara, las luces del vagón parpadeando levemente y el tren prosiguiendo su marcha como cada día, sin que nadie más se diera cuenta del drama que acababa de suceder. Un día tras otro, siempre en Ferran, una estación que Sara sabía que no existía, que no debía estar allí.


 


Lejos de acostumbrarse a la repetición, le angustiaba cada vez más. Era consciente de que estaba presenciando un asesinato: ignoraba cuándo había sucedido; por qué solo ella podía verlo cada día cuando acudía al trabajo. Y necesitaba respuestas.


La primera la obtuvo en Internet: Ferran se había inaugurado en 1946 y se había cerrado (y parcialmente desmantelado) en 1968; si alguien había empujado a una policía o detective a las vías fue en ese lapso. En las hemerotecas, no obstante, topó con un muro: no encontraba registros de ningún asesinato, suicidio o accidente similar. Supuso que se debía a su propia incapacidad: una auténtica detective tendría acceso a registros internos de la ciudad. No se le abrían muchas más posibilidades.


Excepto una, claro. Arriesgada y totalmente ilegal. Pero aquella pobre mujer seguía muriendo ante sus ojos días tras día a manos del asesino pálido y de pelo cobrizo, y ella necesitaba saber.


 


Una estación de metro es aterradora una vez han dejado de circular los convoyes, pensó Sara. Sobre todo si una desciende a las vías con una linterna sorda y camina unos cientos de metros por un túnel en la más absoluta soledad hasta llegar a una estación fantasma. En esos momentos la palabra miedo cobra todo su sentido primigenio, uno tatuado en nuestro código genético, que nos remite a noches cerradas, cavernas y depredadores al acecho.


Vestida con pantalones militares y chaquetón negros, sus pies hacían crujir el balasto a medida que se acercaba a su destino.


 


El fulgor apagado de luces amarillentas le anunció que había llegado a la antigua estación Ferran. Se acercó al extremo de la vía y se aupó hacia el andén. Al hacerlo, notó que algo caía en los raíles. Ya en el andén se palpó los bolsillos. ¿Qué le faltaba?


Oyó el ruido del convoy casi al mismo tiempo que su faro iluminaba la entrada opuesta del túnel. A la potente luz del tren se inclinó y miró con atención: sus llaves estaban allí abajo. Maldijo su torpeza y decidió esperar a que el tren pasase antes de bajar a recogerlas. Se enderezaba cuando una figura apareció súbitamente a su lado: era pálido y su pelo era rojo como el fuego, notó, justo antes de que unas implacables manos la empujaran bajo las ruedas.

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