La psicóloga

Ana López

Conseguí subirme al último vagón del metro justo antes de que las puertas se cerraran. Mientras mi respiración se acompasaba, eché un vistazo a los pasajeros. Allí estaba ella, sentada con su abrigo negro y un libro sobre el regazo. Tenía la cabeza gacha y su cabellera morena formaba una cortina alrededor de su cara, enmarcando unos ojos tristes. Al menos la carrera había merecido la pena. Llevaba meses observándola, preguntándome dónde iría, qué voz tendría o como se llamaría. No sabía nada de ella. Cuando subía al convoy, ya estaba allí, y, cuando llegaba mi parada, ella no se había movido. Estaba empezando a obsesionarme, era consciente de ello, y eso que no sabía ni que cara tenía, ya que la dichosa mascarilla me impedía verla, pero no imaginarla.


Cada día me despertaba con la ilusión de encontrarme con ella en el metro y, al menos, averiguar en qué libro estaba inmersa. Hasta ahora había leído Crimen y castigo, El cuento de la criada y Cumbres borrascosas, entre otros muchos. Al parecer, sí que sabía algo de ella: era una lectora voraz. El libro que llevaba aquellos últimos días intuía que era de Murakami. ¿Tokio Blues? Un día decidí que me acercaría a comprobarlo, pero no la encontré. Recorrí el vagón en dos ocasiones sin éxito, en la siguiente parada incluso cambié de coche con la estúpida esperanza de que estuviera allí.


Ese día el trabajo fue más duro de lo habitual, tuve muchos pacientes y no estaba de buen humor. Alguno hasta intentó averiguar qué me pasaba. Cuando la penúltima visita se fue, consulté el expediente de mi siguiente paciente, era nueva y sólo sabía su nombre. Lucía. Salí a buscar agua y miré la sala de espera para conocer el aspecto de Lucía. Y allí, bajo las sombras de un fluorescente fundido, estaba ella, la chica de los ojos tristes.


Volví a la consulta con el vaso de agua temblando en mi mano. Desde que la había visto la primera vez en el metro había querido saber lo que tenían que decir esos ojos tristes, pero no lo quería en ese entorno, no como una obligación. En un arrebato, fui a la consulta de mi compañero Matías y le rogué que la atendiera él. No supe darle una explicación lógica ni él preguntó mucho más que si estaba segura y que no podría contarme nada de lo que pasara en las sesiones. Respondí afirmativamente, aparentando más seguridad de la que tenía. Salí corriendo de allí.


Los días fueron pasando mientras averiguaba más títulos. Sí, era Tokio Blues. También leyó a Paul Auster y a Stephen King. Pero fue un libro concreto el que llamó mi atención, la sugerente portada parecía de una novela romántica ligera. Sorprendida, me fijé en la mirada de Lucía, los ojos tristes habían dejado paso a una expresión más relajada. Estaba ensimismada en esos pensamientos cuando ella se levantó y se bajó del vagón, en la misma parada que yo. La perseguí por las escaleras mecánicas y por los pasillos, y al girar una esquina, allí estaba ella, esperándome.


—Hola, soy Lucía –se presentó tímidamente.


—Lo sé, yo me llamo Ana.


—Yo también lo sé —dijo, mientras intuía una sonrisa bajo su mascarilla y me enseñaba el libro que aún llevaba en la mano para que pudiera ver el título—. Cuando salgas de la consulta podemos vernos y te explico de qué va.


—Por supuesto —me sorprendí contestando.

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