La Puerta Transparente

Margarita Quiroga

Jaime no se imaginaba que ése fuera el último día de su vida.


El día amaneció como cualquier otro. Sonó el despertador, remoloneó un rato, se duchó, vistió y tomó café antes de darse cuenta que ya iba diez minutos tarde. Salió corriendo del bloque de pisos a buscar la parada del tren. Llegó dos segundos tarde y al entrar al andén pudo ver cómo se cerraban las puertas acristaladas del vagón. Sin más remedio que esperar, se dirigió al bar de la estación y se tomó su segundo café, esta vez "con leche y azúcar, gracias".


Tranquilamente se pierde entre sus pensamientos al ver cómo se eleva el humo de la taza.


"¡LA PUERTA!". Se sobresaltó al oír el grito de alguien que pedía que le detuvieran la puerta de un tren que no era el suyo. Jamás entendería a esa gente.


Confirmó en pantalla: su tren ya se acercaba a la estación. Una vez sentado se dio cuenta que no había nadie más allí. Todos se habían bajado donde él había subido. Sin darle la importancia que merecía, saca su teléfono y se pone a ver fotos de gatitos.


La luz del tren parpadeaba como en las películas de terror, pero Jaime no se fijó en ellas.


Al llegar a su destino y pararse frente a la puerta, notó que esta no se abría. Se giró, pensando que estaba del lado equivocado, pero esa tampoco se abría. "Final del trayecto", dijo la voz de los anuncios y las luces se apagaron dando paso a las tinieblas. Con su teléfono intentó pedir ayuda, pero allí no tenía señal. Poco a poco veía como el nivel de la batería se iba acabando y con terror en los ojos veía las formas en la oscuridad más allá del halo de luz que le proporcionaba el aparato. Sentado esperaba a que se abriera la puerta transparente.

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