No vino

Bonobo

Aquella mañana su intuición le falló. No se molestó ni en extender la palma frente a la mujer pelirroja, tan duros le parecieron sus ojos, que clavaba contra los nudillos mientras se mordía las uñas. Ya se dirigía a otro vagón cuando advirtió que ella hurgaba en su bolso, pero no se dio por aludido. «¡Tssss!», sonó entonces a su espalda, y se giró para encontrarla con un euro pinzado en la mano. «No corras, hombre», le reprochó. Él se acercó algo avergonzado, agradeció la moneda y se escabulló.


Al día siguiente, a la misma hora, la observó mejor. Le quedaba bien el pelo corto, algo despeinado, a juego con los párpados maquillados de violeta. Le echó cuarenta años. «¿Es guapa?», se preguntó. Y se dijo que sí, pero que sobre todo era imponente. Tanto, que no se atrevió a enumerar sus miserias y avanzó discretamente hacia el siguiente vagón. De nuevo: «¡Tssss!». Dócilmente, volvió sobre sus pasos. «Eres el peor pedigüeño de Barcelona», sentenció ella, sus dientes riendo desordenados. «Que no tenga que volverte a avisar», lo amenazó, tendiéndole un euro.


 


Aquel peaje se hizo diario y familiar. Desde que supo que se llamaba María, a Ernesto le pareció menos seca. Considerándolo, le favorecía misteriosamente su aureola de amargura. Eso pensaba él, pero se reprendía al momento: «Ojalá se la viera más alegre». Sin embargo, le llenaba de morbosa ternura aquella aleación de dureza y vulnerabilidad. No pocas noches, durmiendo en la calle, el mendigo fantaseaba con preguntarle: «¿Qué te pasa?», y que ella lo insultase o se echase a llorar.


 


Fue un día de abril. Ernesto le tendió la mano, pero no iba vacía. «Toma», dijo. Ella cogió la botella que le ofrecía y, por disimular su sorpresa, examinó la etiqueta. «Es vino barato», aclaró él, pensando que la tasaba. «Desayuno, como y ceno en Santa Anna, y tampoco tengo gastos de vivienda. El poco dinero que me dan aquí, me lo gasto en vino o cerveza. Y anoche iba a…». «Perdona, ¿qué edad tienes?», le interrumpió. «Treinta y ocho». A María le conmovió su apariencia aniñada y desaliñada, el tono afligido de sus palabras. «Has sido tan buena conmigo que cada vez me cuesta más mentir. Todo lo que digo en mi discurso: el despido, la mujer enferma, los hijos, la madre a mi cargo, nada de eso es verdad, aunque sí que tengo problemas…». Comprensiva, María recitó: «Las que se publican no son grandes penas; las que se callan y se llevan dentro son las verdaderas».


 


«En fin», prosiguió Ernesto con la justificación de su regalo. «Anoche, después de cenar en Santa Anna, tirando hacia donde duermo, paré a comprar esta botella en un súper. Para mí, ¿eh? Pero, ya de camino a mi rincón, me acordé de ti. La había comprado con tu dinero de dos días, igual que otras veces; y todas las noches, antes de emborracharme, pienso en ti y me siento agradecido y culpable, ¿sabes? Me sabe mal tirar así tu dinero; nunca puedo evitarlo». «Pero anoche aguantaste”, le animó ella. «Gracias a ti», aseguró conmovido, añadiendo: «Por eso, bébetelo a mi salud y sobre todo a la tuya».


 


«El caso…», lo frenó María cuando ya salía a escape, «…es que no me gusta nada el vino». Ernesto, confuso, hizo un amago de retirarle la botella. Ella lo evitó. «En cuanto me baje del metro la voy a tirar». Con gesto derrotado, el hombre asintió y se dispuso a alejarse. Pinzándole una manga, María lo retuvo un momento y, hurgando en su bolso, extrajo del monedero un billete de diez. Él se negó a cogerlo. «Toma, idiota», le exhortó. «Y mañana pruebas con flores».


 

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