La espera

Elisa Abizanda

La alarma llevaba sonando cinco minutos cuando al incesante sonido se le sumó el maullido de Günther. Malhumorada, Elisa se levantó y le sirvió el desayuno al hambriento animal. Mientras se vestía engulló una galleta medio reblandecida que acompañó de un apresurado trago de agua y se dirigió hacia la parada de metro. Una vez allí, la joven se sentó en el andén a esperar el convoy. Después de lo que le pareció una eternidad, un par de luces asomaron de entre la oscuridad del túnel. Elisa se sentó en el primer asiento que vio, sin apenas levantar la mirada de su móvil. No llevaba ni cinco minutos cuando el tren paró de golpe dentro del túnel. Al principio la joven ni siquiera levantó la mirada del video que se reproducía en la pantalla de su teléfono, fue cuando éste terminó que Elisa empezó a inquietarse. Lo primero en lo que reparó al levantar la cabeza fue en que estaba sola. Esto no era para nada normal, ya que a esas horas el convoy solía ir repleto de gente que se dirigía a sus puestos de trabajo. La muchacha se levantó alarmada, se dirigió a la ventana y se acercó todo lo que pudo al vidrio para intentar vislumbrar algo fuera del vagón. No pudo evitar dar un respingo cuando por fin entendió que lo que estaba viendo no era el túnel, sino una estación aparentemente abandonada. Ahora sí, completamente aterrorizada, se encaminó apresuradamente hacia la cabina del maquinista. Cuando llegó empezó a aporrear la puerta sin ningún remilgo, toda esta situación le ponía los pelos de punta. Llevaba ya un buen rato dando golpes cuando la puerta que daba al andén se abrió. Sintió como las piernas le empezaban a temblar y un escalofrío recorría su espalda. ¿Qué estaba pasando? Nada de esto tenía ningún sentido. La muchacha intentó tranquilizarse, quizá era el maquinista. Elisa luchó contra su propio cuerpo, que le suplicaba que no se acercara al andén, y poco a poco atravesó la puerta. Una vez fuera del tren, la joven buscó desesperadamente con la mirada cualquier señal de vida. Allí no había nadie. Dio un par de pasos más y gritó “Hola, ¿hay alguien ahí?”. En ese momento Elisa recordó algo, el teléfono. Buscó apresuradamente el aparato dentro de su desordenado bolso. Cuando al fin lo encontró una oleada de miedo la consumió por completo. Estaba apagado y por más que lo intentara no lograba encenderlo. ¿Cómo podía ser? Se encontraba todavía intentando entender la situación cuando a su espalda escuchó como las puertas del tren se cerraban, y éste iniciaba de nuevo su marcha. Elisa no podía dar crédito a lo que estaba viviendo. ¿Quién había arrancado el tren? En esa cabina no había nadie, y si lo había ¿por qué se había ido sin ella? Era imposible que no hubiese oído los golpes en la puerta o los gritos. Al evaporarse en el túnel el último atisbo de luz, Elisa se echó a llorar.


Después de investigar el lugar en el que se hallaba, concluyó que aquella estación no conectaba de ninguna manera con el exterior, así que, agotada, se sentó a esperar a que el próximo metro pasara, confiando en que alguien terminaría por reparar en su presencia. La joven esperó y esperó, pero ningún tren volvió a aparecer de entre la oscuridad. Mientras la esperanza poco a poco se desvanecía, Elisa pensó en su gato Günther, ¿quién cuidaría ahora de él? Una punzada de hambre le atravesó el estómago, de haber sabido que su día iba a terminar así seguramente hubiese desayunado algo más que una galleta, pero ahora ya era tarde. Elisa suspiró, cerró los ojos y esperó.

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