Un último viaje antes de llegar a ti

Aïda

Si apoyas la cabeza en la ventana, me decías siempre, notarás la tiritona del autobús. No llega a ser un traqueteo, añadías con una carcajada que señalaba lo obvio del hecho, porque no es un tren. Es el vaivén suficiente para cerrar los ojos y dejar que el día vaya quedando atrás.


Hoy te hago caso y me siento junto a la ventana, un lugar que normalmente evito porque depende de quién tengas al lado es un engorro pedir permiso para salir. Sin embargo, en fin de semana y temprano, el autobús es otra historia.


El murmullo del motor me aleja de nuestra parada. Puedo bien decir que es nuestra, porque es posible que hayamos disfrutado más de ese pequeño descanso que ofrece el banco, bien resguardado de la lluvia, que de nuestra casa de verano. 


Aplicando esa misma teoría, el asiento al fondo del vehículo debería llevar también nuestro nombre. Aunque hoy no voy cargado, siento el mismo alivio de siempre al llegar. Normalmente, antes de sentarnos llevábamos a cabo un trabajoso ritual para desprendernos de abrigos, bolsas, mochilas y otras decenas de enseres no siempre imprescindibles. Hoy tan sólo estoy yo.


Y sí, por supuesto, sigo buscándolo, Clara. Lo hemos discutido mil veces en silencio y otras muchas en susurros. Es imposible. 


Perdiste ese guante negro que tanto querías hará ya años, en el último asiento de un autobús de la misma línea. Recuerdo tu expresión, cuando al bajar lo viste pasar, posado en el solitario asiento que aún almacenaba nuestro calor y nuestras prisas. 


¿Quién iba a quedarse un guante desparejado? ¿Verdad?


Fue una pena no encontrarlo porque sé cuánto te gustaba.


Y también supe, desde el inicio, que no te rendirías. Era lo que más me gustaba de ti, eras simplemente invencible. Por eso, justo después de validar el billete, te dirigías con paso decidido al fondo del autobús e inspeccionabas con el ceño ligeramente fruncido ese último asiento.


En los días malos, tus labios perfilaban una de esas palabras que luego le prohibirías tajantemente a Mateo. En los días buenos, hablábamos de cómo tu guante había salido explorador y se había empeñado en dar la vuelta al mundo antes de volver a ti. Dichoso guante aventurero, lo que le estaba costando volver.


A veces, la broma se extendía hasta otros andenes. Las venas que conectan la ciudad de Barcelona, bombeando a los viajeros en todas direcciones, son cada vez más extensas. Cada vez más posibilidades y transbordos en los que tu guante se puede haber desorientado.


Ahora que me he asegurado de que hoy tampoco está, me permito apoyar la cabeza contra el cristal. El frío me estremece tan sólo un poco y después el sedoso temblor me mece con suavidad. Desafortunadamente, poco me sirve para dejar el día atrás. Todos los días sin ti me duelen hasta llegar a sus noches. Y a oscuras, el silencio es aún más obvio. 


Me pongo la radio para dormir y eso me hace sentir viejo. Viejo y solo.


¿Echará de menos el guante perdido el roce de tus dedos tanto como lo echo de menos yo?


Hoy, antes de bajar, hago algo que llevo tiempo queriendo hacer. Es una de esas nimiedades de viejo que tus nietos evitan comentar mientras ponen los ojos en blanco en otra dirección. 


Desde la parada, veo al segundo guante negro, descansando sobre el último asiento de nuestra línea. Y aunque estoy llorando, una sonrisa involuntaria aflora en mis labios. 


¿Quién sabe? 


A lo mejor ellos sí se encontrarán.

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