Diario Número 0

F.Calígula

Traqueteaba la locomotora del metro. Mi vagón estaba vacío, excepto algún que otro hedonista en busca de la tierra prometida. Yo, por mi parte, no sabía ni adónde iba, si avanzaba o retrocedía en la línea de metro. Eran las cinco de la mañana y mi cuerpo languidecía, sentado en las butacas rígidas y azules del metro de Barcelona, o quizás era La Ciudad de los Malditos, quién sabe. Mi mirada se había clavado en la ventana que tenía en frente viendo lo que no sabía si era negro o blanco deshonrado. Hacía rato que mi cuerpo había dejado de sentir y padecer, la mente en estrellas caídas y el cuerpo en el Infierno.


 


De repente, necesité gritar, vociferar, romper mi garganta a base de forzarla hasta su límite. No me pude resistir, comencé a gritar y me acurruqué como un animal herido, todo el tren y todas las estaciones debieron oír mi elegía a la vida. Mis labios no daban palabras descifrables, simplemente dolor sin sentido.


 


Uno de los borrachos, que estaba en busca de un escape a su mierda de vida, se me acercó pensando que yo era de su condición. Comprobó si estaba en mis cabales, nunca sabré si por bondad o para robarme lo que tan poco me importaba ya. Se atrevió a tocarme en mis estertores: perdí más el control al sentir su tacto. Lo agarré del cuello y lo aplasté con las rodillas en el asiento donde mi vida se iba. Yo seguía gritando. El alcohol que llevaba encima aquel infeliz no le permitió darse cuenta de qué estaba pasando, debo confesar que yo tampoco lo sabía. El tren infestado de juerguistas y golfos no dio cuenta de lo que estaba haciendo.


 


Aquel tipo se estaba poniendo azul por la falta de aire, pero mis manos no podían dejar de apretar, e iba in crescendo. Convulsionó un par de veces, aquí ya intentó deshacerse de mis garras, pero no pudo. Le di muerte.


No sabía quién era aquel infeliz ni qué quería de mí, pero lo maté, nunca sabré por qué. Tampoco nadie notó el crimen, siguieron con su reggeaton y sus cubatas de garrafón. Ni yo mismo lo sentí, la misma nada que me hacía gritar, había matado a aquel hombre.


 


En el bolsillo del cadáver vi una jeringuilla de lo que supuse que era heroína. Me la clavé por todo el cuerpo miles de veces, incluso llegué a la cara. Allí fui directo a mis ojos, que penetré e hice explotar como en El perro andaluz. Como Edipo, me cegué, pues si la nada era todo en mí, la nada había de ver. Se me caían lágrimas de sangre por los carillos, luego estas lágrimas pasaron a salir a borbotones. Aquel manantial rojo acabó conmigo al igual que yo acabé con el borracho. Morí escuchando “Propera parada, Urquinaona” y sintiendo cómo el tren se vaciaba, sin notar lo que aconteció. Allí, tirado en el suelo del metro, me reuní con la nada, pero ni con esas pude encontrar consuelo ni lamento.

T'ha agradat? Pots compartir-lo!