La del quinto segunda

La del quinto cuarta

Sabía que era mi vecina cuando la vi en la estación del metro de Sagrada Familia, pero no quise molestarla y no la saludé. Esperaba en el andén con la mirada perdida, como pensando en sus cosas. Supongo que somos muchas las que aprovechamos esos momentos de estar rodeadas para pensar, o no pensar en nada, depende del día. Yo suelo subirme a ese mismo vagón de martes a jueves, cuando no teletrabajo, y suelo hacerlo a esa hora, cuando no me entretengo con cualquier excusa antes de salir de casa. Supuse que ella sería más exacta en su rutina y que viajaría siempre en el mismo horario. Pensé en saludarla la próxima vez y quizás charlar, como hicimos aquella vez que la ayudé con algunas cajas el día que se mudaba al edificio. Me contó que su pareja trabajaba demasiado y me presentó a su pequeña de cinco años y unos ojos enormes.


 


Esa misma noche, tras el paseo habitual con mi perra, subí a casa en el ascensor con Ana, la del sexto segunda, la que tiene tres hijas, habla muy rápido y hace clases de yoga por las mañanas. Durante el breve trayecto me contó lo que nadie querría saber nunca. Historias de escaleras que, con preocupación, pero sobre todo pena, son más realidad que cualquier serie de Netflix. Me contó que, desde su piso y en varias ocasiones, han escuchado gritos y golpes en el piso de abajo, donde vive la vecina que esa misma mañana vi en el andén. Que se escuchan gritos de todos los colores pero también de todas las edades. Antes de cenar, un sábado cualquiera o durante la luna llena, y que escuchan cuando empiezan, pero sin tener un final porque puede volver a empezar de un momento a otro. Ana me cuenta que la policía llegó durante el último 8M porque ella denunció lo que escuchó, pero aún no sabe bien qué pasó, ni quién calló. Al bajar del ascensor la cabeza me da vueltas y me traslada a ese andén. Recién entonces logro distinguir la tristeza en su mirada, deseando que ojalá se convirtiese en fuerza.


 


A la mañana siguiente me despierto pensando en su cara. Y como si la llamase con mi mente, la vuelvo a encontrar en el mismo lugar subiendo al metro. Esta vez espero que no me vea porque no sabría qué decirle. Pero cruzamos miradas y es ella quien comienza a acercase, hasta que de repente la luz se va y el vagón se queda a oscuras. En lugar de caos la gente se queda casi en silencio y nadie sabe muy bien cómo actuar.


 


Yo empiezo a temblar porque odio estar en la oscuridad, aunque ya casi sea penumbra. Ella, que se ha puesto a mi lado, me habla con voz suave y me dice que tranquila, que todo va a ir bien. Me sujeta la mano y me confiesa que ella en la oscuridad se siente segura porque así nadie la puede ver, se protege de las cosas malas y lo que no puede cambiar. Al final la valiente es ella. Que se enfrenta a la oscuridad a cada rato y hasta duerme con ella. Así que la abracé de repente, sin que se lo esperara, y en aquel vagón sin luz alguna, le dije bajito que ella éramos todas. Que luchábamos juntas contra los dragones de Sant Jordi y los que hicieran falta. Cuando puedas nos abres la puerta y verás todas las que somos, le terminé diciendo. Para cuando se hizo la luz ahí estábamos las dos, fundidas en un abrazo, que no decía nada al resto, pero esperando que ella lo entendiera todo. 

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