Los oasis son efímeros por naturaleza

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El vagón me resulta familiar a pesar de que, seguramente, no puse los pies antes en ese tren. Los viajeros son extraños a días anteriores, tampoco esos asientos, más cansados del viaje que los propios viajeros, me regalaron alivio alguno en épocas pasadas. Ni siquiera yo soy el mismo. Y qué decir de mi hijo, tan cambiado que me cuesta reconocerlo.


Puedo escuchar la música de sus auriculares aunque estemos separados más de dos metros. Sentado, absorto en sus pensamientos, ajeno a las personas que caminan pasillo arriba y pasillo abajo huyendo por las puertas del metro igual que huyen de sus anhelos, sólo por cumplir las obligaciones que se supone dan sentido a sus vidas. En cuanto a mi hijo, ignoro cuál es ese destino al que pretende guiar sus pasos. Cómo añoro esa época en la que bastaba con darle el biberón y calmar sus llantos para sentirme el mejor padre del mundo. Ahora, a saber si puedo considerarme siquiera uno decente.


Entrar en el metro con el carrito de bebé era toda una odisea. Aún recuerdo aquellas primeras veces, cómo sufría por buscar un sitio donde no molestase al resto de viajeros. Y qué apuro recibir todas las muestras de cordialidad, esos “Siéntate aquí” pronunciados entre sonrisas mientras se levantaban para dejarme el asiento libre. La amabilidad ajena lleva abrumándome desde que tengo uso de razón, supongo que es un defecto.


Qué vergüenza sentí durante todas las conversaciones centradas en lo pequeño que era mi hijo, en cómo sonreía siempre que escuchaba su nombre. Tantas veces coincidí en lo mucho que crecía el entonces no tan pequeño cuando ya no necesitaba el carrito y caminaba de mi mano, haciéndome sentir tan orgulloso como alerta. 


Cuánto echo de menos a esos viajeros habituales que un día dejaron de serlo, aquellos que, igual que nosotros, hacían del viaje en metro su particular oasis de diez minutos. Primero conocidos, después amigos, casi familia. Lástima que los oasis sean efímeros por naturaleza, como todo lo que albergan.


Vi crecer a mi hijo y, al mismo tiempo, fui incapaz de apreciarlo. Un día estaba en el carrito, al siguiente se sujetaba de la barra vertical en un intento de surfear el recorrido entre Glòries y Urquinaona, cuando parpadeé casi me llegaba a la altura de los ojos. Y ahora, tras quince años sufriendo los envites del tiempo, tengo la impresión de que dicho tiempo fue menos indulgente conmigo. Quizá porque yo no deseé que transcurriera.


Arc de Triomf. 


Se abren las puertas del tren y salen más personas de las que entran, casi parece un reflejo del presente. Y entre dichas personas accede una madre empujando su carrito. Avanza con cuidado, sortea las mochilas que los niños recién salidos del colegio abandonan a su suerte en el suelo, tan pesadas como los padres que nos empeñamos en que no las suelten. La madre transforma en rotonda la barra vertical, cruza el pasillo, no recrimina con la mirada a quienes se aferran en el sitio como si su cansancio fuese más importante que el de los demás. Ojalá estar sentado sólo para cederle el asiento.


⏤¿Quieres sentarte?


Observo a mi hijo. Éste sonríe a la madre de una manera que hace ya tiempo no veía. Sus auriculares están en la mano.


⏤Muchas gracias ⏤dice la madre mientras intercambian posiciones⏤, hoy estoy terriblemente cansada.


Un simple gesto, una simple atención. Observo al bebé del carrito y no puedo evitar estremecerme. 

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