El florecer de los lirios

Aletheia Bellis

El traqueteo del autobús siempre me había parecido relajante.


Ver las calles desaparecer y formarse frente a mis ojos me despejaba la mente cuando la tenía llena de pensamientos. Me distraía  oír el abrir y cerrar de las puertas en cada parada,  sentir la brisa fresca del atardecer que entraba por la rendija que se encontraba abierta sobre mi cabeza. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y disfrutaba de la amplitud que me rodeaba, aunque esa soledad no duró mucho.


Mis ojos deambulaban por el trasiego que se removía en el exterior del autobús cuando escuché cómo unos tacones se detenían a mi lado. Noté la presencia de un cuerpo sobre el asiento contiguo y sentí el roce de un brazo y un hombro contra mí. Giré para ver la fuente de calor sentada junto a mí y mis ojos quedaron apresados por dos grandes perlas grises. Unos orbes vivaces y expresivos me observaban de vuelta al mismo tiempo en que una leve sonrisa se fue pintando sobre aquel bello rostro.


Mis mejillas ardían mientras fingía volver a estar distraída con el paisaje del exterior. Sin embargo, no podía engañarme a mí misma, no podía negar ese anhelo que tiraba de mi interior y que reclamaba volver a fijar mi atención en aquella mujer. 


Me quedé en blanco cuando noté como una mano rozaba el dorso de la mía. 


-Perdona- se disculpó con una leve inclinación de cabeza, acomodando su mano sobre su pierna. Quise estirar mis dedos y rozar su piel, mas no podía hacer eso, no podía simplemente tocar a una desconocida.


-No pasa nada- le sonreí con sinceridad viendo como sus labios imitaban mi acción. No pude contenerme y seguí hablando bajo el hechizo de aquellos ojos- Tienes la mano muy suave.


Acabé de pronunciarlo y deseé que la tierra me tragase.


-Gracias. La otra es igual, ¿quieres tocarla?- fue una propuesta extraña, pero me encontré asintiendo brevemente con la cabeza y sujetando la mano ajena entre mis palmas. Era cierto que era igual de suave, con la piel fina y cuidada. No sabía durante cuánto tiempo se suponía que debía sujetarla, así que el autobús recorrió largas calles mientras nuestras manos permanecían unidas.


Solté su mano cuando noté que las mías empezaban a sudar.


-Hueles a vainilla, me encanta ese olor- me halagó, inclinando levemente la cabeza en mi dirección y aspirando el aire que me envolvía. Tenía tantas cosas por decir que acabé por no decir nada. 


Sin embargo, tampoco era tonta. Cuando su cuerpo se acercó ligeramente hacia el mío dejé mi mano sobre mi muslo rozando con sutileza su pierna, y no pasaron más de unos pocos segundos hasta que una palma ajena se posó sobre el dorso de mi mano. Ninguna habló al respecto. ¿Para qué hablar si podía apretar mis dedos alrededor de los suyos?


Pero nada duraba para siempre. Mi parada era la siguiente, mi realidad me esperaba lejos de aquella mano y de aquellos ojos grises. 


-Me bajo en esta- murmuré apenada, volteando a mirarla. Mis ojos se abrieron con sorpresa cuando caí en la cuenta de que ella había pronunciado exactamente lo mismo. Su mirada estaba perdida en mi rostro y rápidamente descansó en la sonrisa que se formó en mis labios.


El autobús frenó y ambas bajamos a la brisa cálida de la tarde caída. El cielo estaba pintado con tonos suaves que se mezclaban entre ellos y lo llenaban todo de lila, rosa y naranja. 


La realidad se ensordeció cuando aquellos ojos grises me miraron.


-¿Quieres ir a tomar un café?


¿Y qué se suponía que podía decir?  La respuesta había estado clara desde el principio.


-Sí.


 


 

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