El cubículo

Sapeti

Vivo en un lugar oscuro en el que apenas veo la luz del sol. Las paredes son estrechas, metálicas y llenas de la suciedad que se acumula con el paso del tiempo. Todo está oscuro, salvo por los pocos rayos de sol que logran colarse por las rendijas de la puerta de mi casa. Cuando se activa el mecanismo que la abre, todo lo que se escucha son crujidos, golpes y chirridos metálicos. Entonces la brisa fresca entra en mi alcoba y toda la claustrofobia desaparece. Me deslizo perezosa y somnolienta hacia afuera hasta que, a tientas, cegada por la luz del sol, logro rozar la acera para dejar reposar mi peso en ella y descansar. Mi cuerpo, que antes estaba apelmazado en la estrechura, se extiende hacia el exterior, hacia la luz, como un apéndice que estira sus músculos para oxigenarse. Mi salida es majestuosa, y todos quienes me esperan se hacen a un lado para abrirme paso. Normalmente salgo con la curiosidad de saber lo que me aguarda al otro lado de la puerta, y con las ganas de percibir el tacto de las ruedas que pasarán por encima de mí utilizando mi cuerpo como el nexo entre dos mundos. Espero su traqueteo por encima de mi superficie, porque sé que al hacerlo toda yo me regodeo en las cosquillas que me provocan. Y río tan fuerte que el sonido que emito se percibe.


 


Sé que mi presencia es muy bienvenida por aquellos que arrastran pesos pesados o que algún día perdieron la capacidad de subir un escalón, pero que sin embargo ganaron la virtud de hallar la felicidad en los detalles más inadvertidos. Así, agradecen mi presencia sabedores de que les facilito el acceso a un viaje por hacer y un destino por conocer. Yo, diligente en mi tarea y conocedora de la importancia de mi misión, me dispongo firme, lisa y llana mientras aprovecho para absorber los pocos rayos solares que pueda.


 


Sin embargo, la caprichosa fortuna me deniega la salida en algunas ocasiones. Quedo encerrada dentro de casa sin posibilidad de salir, triste mientras observo a través de las rendijas a quienes intentan desbloquearme con insistencia y percibiendo la decepción de quienes me esperan con sus carrozas. A pesar de todo, lo que ocurre a continuación recompensa la pérdida de no haber podido ver brillar el sol y de no haber sentido sobre mi torso el cosquilleo que tanto me reconforta. Alguien se ocupa de asearme bien, barrer mi cubículo, limpiar el polvo y eliminar todo rastro de suciedad. Engrasa todas mis articulaciones y se asegura de que la puerta pueda abrirse y cerrarse siempre que el mecanismo sea activado con tal fin. Así, mis ganas de deslizarme al exterior y la curiosidad por explorarlo de nuevo sustituyen a la tristeza de haberme visto incapacitada, y espero con ilusión a escuchar cualquier indicio que advierta que la rampa ha sido otra vez solicitada. Yo, plataforma metálica itinerante a bordo de un autobús, me declaro en sintonía con la vida que me rodea y orgullosa de poder facilitar el tránsito de las personas que hay a mi alrededor.

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