Mi invierno cálido

Garol

Aunque era invierno, mis manos no temblaban y mis dientes no castañeteaban; sentía una extraña calidez. Algunos decían que era por mi abrigo de lana, blanco con acabados azulados, que ocultaba un jersey y una camiseta. Desde luego no les faltaba razón, pero había algo más. Algo más que solo yo sabía.


Esperaba el metro en Zona Universitaria, después de un examen de Economía. Era época de exámenes finales y mis amigos se apresuraron para regresar a su casa. Para cuando me quise dar cuenta, el metro ya descansaba frente a mí. Di un respingo y corrí hacia la puerta, atravesándola con éxito mientras advertía que las puertas se cerraban detrás de mí. El vagón estaba prácticamente vacío, pero vacilé en sentarme. Al final no lo hice. Me quedé en la puerta contraria, reclinado, observando a estudiantes y turistas subir en las siguientes paradas. Incluso hasta ese día aún no había razonado el motivo, pero prefería estar de pie antes que repantigado. Quizás era porque prefería dejar que ese asiento lo ocupara alguien mayor.


Me bajé en Sants-Estació y me encaminé despreocupado hacia la L5. Muchos odiaban hacer transbordo, preferían estar sentados en el mismo metro y, si se levantaban, era porque habían llegado a su destino. Ida y vuelta durante los cuatro años que duraba la carrera, cuatro si los créditos se comportaban: más me valía que no fuera un problema. Subía los últimos escalones que alcanzaban la parada, cuando una serie de personas se dejaron divisar, haciendo amagos para bajar las escaleras. Llegué a tiempo. Entré por la primera puerta y el vagón estaba abarrotado de gente. Me agarré de una barra de metal que nacía en el suelo y acababa en el techo, mientras me miraba las manos, descubiertas al frío.


Al principio pensé en mi último examen final, en solo dos días. No obstante, al escrutar el vagón, noté cómo el invierno se derretía. Mi corazón palpitaba y mis dedos tamborileaban en la barra metálica, nerviosos. Pensaba que hoy no la iba a ver, pero no fue así. Desconocía cómo lo hacía, pero de algún modo, siempre acababa apareciendo. Su nombre era Carla. Su pelo era castaño, que siempre se dejaba revolotear por la brisa. Sin embargo, ahora no había viento, y permanecía en su sitio, elegante. De vez en cuando esbozaba una sonrisa, aunque luego parecía borrarla. Entonces, separó su mirada del móvil y ladeó la cabeza, encontrándose conmigo.


Torcí mi mirada como movimiento reflejo, pese a que no era reflejo, sino intencional. Me ruboricé mientras sutilmente consultaba el móvil, con una extraña curiosidad. Carla hacía la misma carrera que yo y compartíamos aula, pero hasta ahí. Jamás habíamos mantenido una conversación. Teníamos amigos diferentes y nunca habíamos coincidido, por lo que lo único que nos unía era ese metro, haciendo el mismo recorrido un día tras otro. A veces me daba la sensación de que ella también me miraba y que, cuando yo la observaba a ella, hacía lo mismo que yo: se escudaba tras esa pantalla. Aún no sabía ni cómo ni por qué, pero sentía algo especial por ella.


Y llegó el día. Entré en Sagrada Familia, mi parada, preparado para mi último examen. Llegué al final del vagón inmerso en mis pensamientos cuando, en contra de todo pronóstico, me topé con Carla. Ante mis ojos. Ambos nos observamos, yo sonrojado.


—Hola —le dije, obligado.


—Hola —me devolvió, echándose a reír. Sus ojos verdosos brillaban, reflejándose en mí.


Después de cinco meses en la universidad, en la misma aula, intercambiamos la primera palabra.

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