Anoche nevó en Vallvidrera
Esa noche había nevado en Collserola. Lo había supuesto en aquel mismo momento, en aquel chubasco helado y constante que envolvía los edificios de mi barrio, pero lo descubrí temprano a la mañana siguiente, en el momento en que subí a mi azotea y allí los vi, asomándose por encima de los tragaluces y antenas, a todos los pinos, aún dormidos y empolvados de blanco.
Mis dieciocho años me animaron, así que me abrigué bien, cogí mi cámara y tres mandarinas y fui. Eran las ocho de la mañana a la que salí corriendo de casa. Cogí el bus número 22 desde la íntima altura del Carmelo, lleno de gente que también admiraba la rara postal de febrero en que se había convertido el Tibidabo, hasta alcanzar el funicular. Subiendo en éste, pasé de atisbar algún que otro montón de nieve a ver todo mi alrededor envuelto en ella. Vallvidrera era, aquella mañana, un pueblo más de los altos y viejos valles del Pirineo.
Recién llegué, a las nueve, todavía quedaba toda la nubla de la noche. Del lado del monte, la niebla fría palpitaba y se dejaba caer sobre el bosque, y del otro lado Barcelona se veía clara, limpia tras la helada noche, con el mar de telón de fondo. Me dediqué a pasear y sacar fotos, a embelesarme con cada rincón blanco de cada plaza y calle y patio. Vi todo lo que cubría y embellecía la nieve; dejaba de cuento los jardines de las casas más viejas, abrazaba delicadamente los almendros en flor y naranjos con fruta, se acomodaba en las hojas de las palmeras, que parecían manos recogiéndola. Fue algo extasiante el ver la ciudad fresca, asomando por entre los montones blancos que reposaban en la foresta y las faldas de césped.
Por encima del mar bañado en plata, al cabo de un rato las nubes revelaron al sol. La nevada brilló y brilló hasta empezar a caerse a cachos; primero poco a poco, con ayuda de la brisa, pero luego era un ritmo constante de nieve repiqueteando, como si lloviera. Los árboles y los techos rápidamente empezaron a desembarazarse de su manto blanco, tirándolo a la calle, a merced de la tierra y el asfalto caliente. El polvo virginal de los pinos pronto empezó a desaparecer y a dejar paso al verde mediterráneo que tiene el pinar por costumbre. El suelo se llenó de una pasta marrón que se reducía a charcos y barro. Y así, a las once y media, la nevada hubo concluido su acto de presencia.
Y en eso pensé mientras me iba a casa, con el abrigo calado y el pelo lleno de mechones húmedos. En lo efímera que había sido aquella mañana, lo que fue la obra de una noche fría. Pensé en la anécdota y lo instantáneo de ello, más como también lo es mi cabeza. Porque estoy convencido de que mis pensamientos, mis ilusiones y desasosiegos, son tan blancos como Vallvidrera esa vez; son nevazones de un día o de tal vez dos, de todo un invierno o de un instante fecundo, que se esfuman nada más el brillo del sol me invita a centrarme en otra cosa. Algunos copos calan hondo en mí y cuesta mucho que se agüen, porque mi cabeza a veces los encierra como una nevera, se quedan ahí hasta que me atrevo a abrir la puerta. No toda mi nieve es mala ni toda es buena, simplemente cae. Cae, a veces, poquita y tengo suficiente como para admirarla, pero a veces son días constantes de frío, y me nubla, me envuelve, me agarrota los dedos y me encierra en mí mismo.
Por eso, me encanta la nieve, pero también soy muy feliz cuando sale el sol y se la lleva toda para los arroyos, y los prados vuelven a ser verdes y lozanos y suaves. Y algún día viviré en Vallvidrera.