El último vagón
Enero de 2022. Mi matrimonio llegó a su fin después de años de vivir suspendida de un alambre. Un divorcio cordial.
Debía cambiar de ambiente para recuperar mi cordura y mi autoestima. La mujer desvalorizada por tantos de años de rutina y de lejanía afectiva reclamaba una salida al tedio.
Sabiendo que el éxito depende del esfuerzo y no de la suerte y que nada mágico sucedería si no me ponía en marcha, postulé para una beca que me empujara a cambiar mi destino. Y la conseguí. Sé que soy buena cuando me propongo algo.
Puse mar de por medio y me lancé sin red a lo desconocido, sin perspectiva de lo que encontraría.
Cuando llegué a Barcelona supe que estaba en lo correcto. Me alejé de mi país triste, aletargada en el tiempo, vestida de color sepia y me encontré en esta ciudad catalana con la multitud más heterogénea. Todo llamó mi atención. La arquitectura, el contraste entre lo antiguo y lo moderno, los barrios, la coexistencia entre la población local y los inmigrantes. La diversidad impactó mi cerebro y lo exhortó, como un mandato urgente, a aceptarla. Barcelona es una auténtica torre de Babel.
Conseguí donde alojarme y rápidamente organicé mi nueva vida. Me sumergí en mi propio océano, en mi espacio infinito, en mi propia y elegida realidad.
Prontamente me acostumbre a moverme en el transporte público. Primero aprendí a viajar en bus. En un principio lo preferí al metro. En el bus eléctrico podía apreciar por donde iba y conocer los trayectos. El metro me resultaba complicado porque fácilmente me desorientaba en las salidas. Hasta que aprendí. Ahora, a más de un año de vivir en esta increíble ciudad, me muevo como pez en el agua.
La ruta hacia mi trabajo la hacía en tranvía. Cada día me subía en la estación Sant Adrià en la línea T4 con destino a Marina. Había elegido discurrir la vida, libre, desligada, sin establecer entre mi corazón y otros seres los lazos de una insoslayable e innecesaria dependencia.
Sentada cada día en el último vagón, observaba el mundo desde un ángulo diferente. Sin prisa. Me encontraba a mí misma como revestida de una capa de experiencia, de sabiduría, de paz. En el fondo tenía esperanzas de sanar por dentro. De darme una nueva oportunidad. Pero no buscaba nada ni a nadie. Sólo observaba.
En la rutina de mi viaje cotidiano comencé a identificar a algunas personas que coincidían conmigo. Y me di cuenta qué poca atención se prestan entre sí. Cada uno en su propio mundo, sumergidos en sus pensamientos, en su música, en sus móviles, en sus miserias o bonanzas. Sin tener miedo de morirse ni de estar vivo. Con escasos soplos de optimismo.
Y comencé a hilvanar historias, a imaginarme sus vidas, a preguntarme si contaban con un hombro mullido como consuelo, un cobijo, un bálsamo eficaz que los contuviera. Recordé de repente que yo no lo tenía. Tengo una pésima memoria para las cosas que arañan mi alma.
Cuando salí de la angustia decidí fabricarme el mundo, creando peldaños que me sacaran del pozo. Me inventé la vida. Necesitaba respirar, confiar, dejar ir y ver qué pasa. Ser feliz es una decisión que hay que tomar todos los días.
Con los ojos brillantes por lágrimas retenidas que anunciaban un llanto liberador me pregunté. ¿Cuán lejos puedo llegar? Y me di cuenta que esta aventura, la de vivir, es interminable.
Con una fiereza deslumbrante, con el gesto iluminado como si fuera un sortilegio, suspendí el avance de mis pensamientos y me dediqué a buscarte.
Te espero en mi próximo sueño. No llegues tarde.