Hora punta
Cada mañana la veía llegar de la misma manera y yo me hacía las mismas preguntas. Sus cabellos húmedos, casi mojados, casi goteando sobre el andén. La cara gris, la de ella, la mía: en ese andén madrugábamos todos. Su ducha anticipada la despejaba, o sería el café que habría apurado y le habría quemado el esternón, o el altavoz, o los pitidos.
A las seis de la mañana la gente va silente, durmiendo en comunidad, teletransportados por obligación al ritmo de próximas paradas. Y cada mañana me preguntaba por qué ella no ponía el despertador antes. Por qué a ella el tiempo se le escapaba, por qué corría por el andén que se armaba bajo sus pies. Pero no la pude alcanzar nunca.
Y yo la quería alcanzar. En invierno le quería decir que se iba a resfriar. En verano le quería decir que no corriera, que el sol iba a pegarnos a todos igual, que nos íbamos a rostizar, que para qué apurarlo. Así varios años. Un día yo dejé de ir. La vida me sonrió con un horario más humano en un trabajo aún peor. Al menos no tenía que madrugar.
Y así como lo bueno dura un suspiro y lo malo ya se sabe, me acomodé y dejé de pensar en ella. Mi horario ya no era el de la teletransportadora silente, ahora iba a una hora más normal, la hora de las sardinas. Ya no podía fijarme en nadie porque no lo había, todos en un amasijo de carne prensada, sin orificios ni perdón.
Pero un día la vi, a mi hora, en mi tren. Era una sardina menos, no entendía el baile de la hora punta, su cuerpo no entraba en nuestro amasije. Sus cabellos húmedos sobresalían en el enlatado, no dejaban respirar, ni tampoco su aliento a café rápido quemado que le salía de su cara gris. ¿Qué hacía una chica de las seis de la mañana en el metro de las ocho y media?
Se lo tenía que preguntar, pero no podía llegar a ella porque yo sí sabía la coreografía. Mi brazo con el de al lado, éramos uno. Mi boca con la de la señora que le grita al teléfono, mi pie clavado con otros delante del asiento del próximo en bajarse. Y ella que permanecía ajena en su baile sin pareja, seguro que solo escuchaba los pitidos y las estaciones, seguro que saldría de prisa a pesar de la marea, sería un salmón. Y yo le quería preguntar dónde estaban su resfrío, su café y su rostizado estival, cuántos habían pasado desde entonces para que todo siguiera igual.
Decidí volver a ser la de las seis de la mañana y alcanzarla. Me devolví los pies, los brazos, la boca y la alcancé. No sé cómo, pero la alcancé, mientras las sardinas me echaban su ojo encima, juzgando la movida. Me bajé con ella, no sé en qué parada porque hacía rato había olvidado adonde iba. Y la seguí como pude, desencajando cada músculo atrofiado de años de hora punta, agrisando mi rostro, como corresponde. Y la alcancé, y no contenta con ello, ya en la calle la adelanté. Y la encaré.
Y por primera vez la tenía de cerca y su rostro se deshizo en gris, sus cabellos cayeron al suelo, el aroma del café dejó de amargarme la nariz. Y no le encontré los ojos, seguro que estaban diez pasos más adelante, en el camino que debía seguir. Y sentí mi cara sudada y mi cuerpo medio recompuesto con todo lo que le quería preguntar, con mis consejos vitales atorados en la garganta. Ya no tenían sentido, ella no existía allí fuera.
Me sacudí y nos despedí, en silencio y para mis adentros, deseando no volver a vernos, nunca jamás.