La huella de Lübeck

París

-¡Acordonad la zona! ¡Que nadie entre en el perímetro de seguridad si no está autorizado! ¡Luna! ¡Ven!


-Sí, jefa.


-¿Dónde están los demás?


-De camino, subinspectora. Ha habido un atropello y el coche involucrado se ha dado a la fuga. Los agentes han tenido que atender al herido mientras esperaban a que llegara la ambulancia.


La subinspectora Costa había comenzado la mañana con demasiados contratiempos. Su teléfono sonó a las 6 AM, hora y media antes de lo que acostumbraba. Sobresaltada por la llamada, se golpeó con la mesita al levantarse. Pero no había tiempo para lamentos ni blasfemias. Debía llegar a la otra punta de la ciudad cuanto antes. La científica había descubierto una nueva prueba en el caso que llevaban más de un año investigando. Se vistió y cogió un café y unas galletas para echarse algo a la boca antes de empezar la jornada. Se tomó el desayuno en cuestión de segundos, exactamente en 83. Los mismos que tardó en cerrar la puerta de casa, llegar al ascensor y bajar hasta el parking.


Al encender el coche se iluminó el testigo: estaba en reserva. “A la vuelta reposto”, pensó.  De camino, el coche la dejó tirada a unos pocos metros del número 263 de la calle de Tamarit, el lugar donde se había producido el hallazgo. Salió de su vehículo disparada y se puso a correr como tantas veces había visto hacer a los protagonistas de las películas policíacas americanas. Imaginarse la escena le hizo gracia y en su cara se dibujó una leve sonrisa. 


Al detenerse le faltaba el aliento, pero no tardó en hacer una inspección rápida. Había un banco y una tienda de ultramarinos en las dos esquinas opuestas al portal. Pediría una copia de la grabación de la cámara de seguridad y estudiaría hasta el más mínimo detalle. En el edificio de enfrente, en el primero, un señor de unos sesenta y cinco años, complexión delgada y no muy alto, se había asomado ya cuatro veces al balcón para controlar la actividad de los policías. Iría a hablar con él, seguro que sabría contarle cualquier alteración que hubiese acontecido en el barrio en las últimas semanas. Mientras observaba se apoyó en el Opel Vectra que tenía detrás. Un vehículo que, a juzgar por la cantidad de polvo que lo cubría, llevaba meses ahí. 


Fue entonces cuando levantó la vista y un destello, como el que provoca un espejo cuando refleja el sol, le dio directamente en los ojos. Mientras intentaba volver a ver con nitidez, su oído se agudizó. A sus espaldas notaba una presencia, cada vez más cerca. Ya sentía la respiración. No tuvo tiempo de girarse cuando, de repente, alguien le estiró del cinturón y le arrastró hasta el interior de una furgoneta. 


Mónica miró por la ventanilla del autobús número 57. Estaba ya por Gran Vía-Calabria. La próxima parada, Gran Via-Vilamarí, era la suya. El recorrido se lo sabía de memoria, llevaba 7 años haciéndolo cada mañana. Puso el marcapáginas al inicio del capítulo 16 de la novela que estaba leyendo, “La huella de Lübeck”, y la guardó en el bolso. Pulsó el timbre para solicitar la parada y esperó de pie hasta que se abrieron las puertas.


Al bajar no daba crédito a lo que estaba viendo. La calle estaba acordonada y tres patrullas de policía impedían que nadie pasara. Mónica explicó a un agente que tenía que cruzar para llegar a tiempo a su trabajo. No la dejaron. Ella preguntó la razón y le contestaron que era información confidencial. Pero por la radio, otro policía, con un tono de voz tenso, pedía saber dónde estaba la subinspectora Costa.

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