Una rayuela en mi salón

McFly des del balcó

Dibujé una rayuela en el salón. Cada día la recorría, saltando ordenadamente sobre cada cuadro delimitado por gruesas líneas blancas. Aquel veintitrés de abril, al levantarme, me fui hacia la cocina como de costumbre. Sin embargo, ocurrió algo extraordinario: me salté la casilla número cuatro sin querer. Cuando el olor a café había invadido cada rincón de mi pequeño piso del Guinardó, oí un estruendo aterrador. Cogí la taza aceleradamente y me asomé al salón. Al llegar, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, propagando una extraña lividez en mi piel que, al llegar a los dos dedos de mi mano derecha, liberaron el asa de una taza que se haría añicos tan solo tres segundos después.


 


La casilla número cuatro de mi rayuela se había derrumbado. Una intensa luz blanca brotaba de su interior y proyectaba un cuadrado perfecto en el techo. De repente, un ruido ensordecedor inundó el salón. Al poco, dejó paso a un murmullo fugaz extrañamente familiar. La curiosidad me puso de rodillas al borde del agujero. Mi cabeza atravesó el suelo. Y lo vi todo.


 


Una privilegiada visión desde el cénit de la estación Alfonso X de la línea cuatro del metro me convirtió en testigo de una muchedumbre adormecida abandonando el andén entre torpes empujones y algún sulfurado soplido de prisa. Y mientras aquella estación recuperaba su vacío, aparecí. Era yo, estoy seguro. Bajaba las escaleras con el vaso de cartón del que apuraba el primer café, con la mochila granate que los lunes pesaba más que de costumbre y con unos zapatos que había comprado por Internet hacía cuatro días y que aún esperaba impaciente desde casa. Vaya, así que esa es mi coronilla vista desde arriba… Me vi sentándome en el banco metálico. El letrero iluminado en verde vaticinaba cuarenta y cinco segundos… treinta… quince… y de repente, el ruido ensordecedor. Giré ligeramente la cabeza y desde mi aérea perspectiva el siguiente tren a punto estuvo de estrellarse contra mi frente. Un respingo me sacó de aquella realidad paralela. ¡Por los pelos! Me volví a asomar, pero aquel "otro yo" ya no estaba. Se había subido al tren.


 


Una taquicárdica ansiedad me invadió. Me había perdido. Necesitaba volver a encontrarme. Con el pulso acelerado y una respiración involuntariamente superficial, me decidí a volver a saltar por la rayuela. Había tenido una idea. Esta vez esquivaría deliberadamente la casilla número siete. Empecé a contar mentalmente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y siete. Y tan solo siete segundos después de empezar a contar se derrumbó. Me tiré al suelo y me asomé. Llacuna. Miré a izquierda y derecha. Vacío. Esperé impaciente al siguiente convoy. No tardó más de un minuto en llegar. ¡Allí estaba! Aquella miniatura de mí mismo se estaba acercando a la papelera del centro del andén para deshacerse del vaso de cartón cuando algo llamó su atención. Al girarse, se encontró con dos brazos abiertos que lo atraparon en un esperado abrazo durante varios segundos. Entre el ruido blanco del sistema de ventilación pude escuchar un “te he echado mucho de menos” y un “este confinamiento se me ha hecho muy largo sin ti”.


 


Volví a la realidad de mi salón. En aquel instante decidí no saber nada más, quería vivir aquello por primera vez y no como un recuerdo lejano. Cerré los dos agujeros y los aseguré con la gruesa cinta blanca. Y me prometí que, hasta que todo aquello acabara, no volvería a saltarme ninguna casilla de aquella rayuela que dibujé en el salón.

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