ESTACIONES

Tasogare

Las estaciones de autobús nunca dejarán de ser mágicas. Mágicas por los valses de miradas que se dan en ellas cada día, por las mejillas vestidas de seda al ver a esa persona que tanto te ha llamado la atención.


 


Y empieza el baile al cederle el paso a la llegada y apertura de puertas del vehículo, y al intentar avanzar hasta el fondo sin molestar a nadie, mientras tu corazón entona una melodía acelerada al rozar esas piernas envueltas en los tejanos pitillo que se pusieron tanto de moda, años atrás.


 


Observas a cada una de las personas que caminan por la calle, esas que sueñan con surcar los cielos con sus propias alas en un escenario de ensueño, como esas gaviotas, vestidas de gala, que sobrevuelan sus cabezas; el baile de las olas al son de la música del viento y los rayos de sol que atraviesan la ventana y te acarician el rostro, mientras avanzas por el Paseo Marítimo. Abres la mochila y buscas la gorra entre tus cosas. Te pones nervioso porque ella te mira con ternura al ver que, desordenadamente, empiezas a sacarlo todo antes de darte cuenta de que te la has dejado en la mesa de la entrada, justo al salir de casa. Ella te sonríe, y tú le sonríes. Y en ese momento ella lo sabe: la flecha de Amor ha dado de lleno. Actúas con normalidad -o lo intentas- y haces una mueca de arrepentimiento, pero vuelves a tu mirada al horizonte a través de ese espejo que te transporta a un país de las maravillas armonizado a base de olas y sombrillas. Ella, sin embargo, ojea de vez en cuando tu rostro, pensativo e ilusionado. Sonríe, pero tú sigues ausente: no puedes dejar de mirar ese océano que te cautivó hace años, y de postrar tu mirada en ese azul que te araña el corazón.


 


Sin pensártelo, bajas rápido del autobús y encuentras en la lejanía a aquellos raros e increíbles seres que tienes como amigos y entre ellos, la ves a ella. Su blanca tez y esos ojos azules que te recuerdan a vuestras rutas por Montserrat, bañadas por un cielo añil; esos chapuzones a mitades de agosto entre risas y helados en la Barceloneta y ese choque de manos de despedida en Vila Olímpica antes de verla bajar por las escaleras mecánicas. En el fondo, sabes que esos ojos no se olvidan fácilmente, y que nunca conocerás a alguien como ella: tan aparentemente frágil pero tan robusta como un sauce; un color vivo entre una escala de grises. Una joya en medio de una ciudad devastada.


 


Vuestras miradas se cruzan, una vez más. Cupido, harto de ver esos ojos cada vez más enamorados, se enfurece una y otra vez: hace tiempo que se cansó de esperar a que os deis cuenta de que hacéis crecer el rosal más bello con la sangre de las mil heridas de sus flechas.


 


Algunos dicen que las estaciones son mágicas: que en un abrir y cerrar de ojos, puedes bajarte en una y sentir cómo las últimas hojas de otoño caen a tus pies sin poder hacer nada para evitarlo; encontrarte las más bellas flores de primavera o, simplemente, a alguien que te transforme un gélido invierno en el más radiante y fogoso verano.


 


Sin embargo, otros las ven como un adiós al posible mejor cuento de hadas que hayan imaginado jamás, el baile final de dos almas desconocidas diciéndose adiós: uno que empezó en una estación y acabó a los pies del mar, en un botón de stop en el autobús D50.  


 

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