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El gato rojo de porcelana

Lapared

Llegué a aquella postura por casualidad. Durante el confinamiento intentaba mantener la forma siguiendo uno de esos entrenamientos de las redes sociales. Entre ejercicios, en los descansos cronometrados, me gustaba tumbarme completamente en el suelo. La fuerza de la gravedad me agarraba con aplomo y seguridad; abría los brazos y piernas como si pretendiera nadar en un mar de baldosas frías, mientras pegaba el oído sondeando las profundidades de aquel bloque de pisos del Eixample.


 


Las primeras veces solo percibía el traqueteo acelerado de mi corazón, y no sabía si interpretarlo como sonido o como descargas que vibraban en mi garganta. Pero, enfocando mi atención, comenzó a llegarme un ruido hueco, una masa de sonidos que emergía de las ocho plantas que tenía por debajo. Probé a identificarlos, como si fueran palabras camufladas en un enorme crucigrama. Mi consciencia recorría el paisaje sonoro, especulando la naturaleza de cada uno de ellos, mientras intercambiaba miradas con el gato de porcelana que compré en Oporto.


 


Y así supe que compartía admiración por los programas de cocina con la señora que vivía justo debajo; y pude escuchar el silencio de la inhumana soledad en la que dejaba pasar sus días el octogenario del quinto; y envidié la pasional cuarentena de la pareja que se acababa de mudar al tercero. La escucha furtiva comenzó a ocupar más de lo que dura un descanso entre ejercicios, y el gato rojo continuaba mirándome hierático, como juzgando mi indiscreción.


 


Mi técnica fue mejorando con el tiempo, y llegué a ser capaz de esquivar todo aquel ruido, piso a piso, metro a metro, hasta alcanzar la calle y escuchar la inusual calma de la ciudad durante aquellos días. La escandalera urbana se había transformado en un paisaje pintoresco, una mezcla del canto primaveral del mirlo, el barullo tropical de la cotorra o el chillido amenazante de la gaviota.


 


Pero pronto me aburrí del bucólico paisaje urbano y quise continuar bajando. Tuve que afinar mucho mi oído para atravesar el denso asfalto y los adoquines de siglos pasados, donde me pareció escuchar el eco de los cascos de un caballo. El subsuelo sonaba a cavidad y sosiego, roto a ratos por la megafonía y la llegada de algún metro con su sinfonía de avisos, abertura de puertas, más avisos y cierre de puertas. Fui incapaz de captar los pasos de algún pasajero apresurado.


 


Insaciable, quise llegar más lejos. Aquel viaje de exploración requería de una entrega absoluta, y empleé toda mi voluntad para alcanzar lo más profundo. Y en esa continua excavación, como si fuera un sónar, sentí cavidades inexploradas, acuíferos no contaminados y restos de civilizaciones no tipificadas por el conocimiento humano. Reconozco que sentí una pequeña decepción al no encontrar el infierno de Dante en mi descenso.


 


La destreza de mi oído llegó a tal grado que alcancé a escuchar un ruido de cataclismo, un ruido tan sobrecogedor que me hizo consciente de lo insignificante que soy. Y percibí el calor y la presencia de materiales sujetos a unas leyes físicas que soy incapaz de entender. El choque con esta realidad fue tan tremendo, que mi percepción salió disparada, y subió todo lo bajado, recorrió de vuelta todo su camino y me sobrepasó, elevándose y superando la exosfera, acercándome el enorme vacío del espacio. Y en ese momento, en medio de la música de los cuerpos celestes, como quien escucha un leve tarareo, percibí el maullido portugués de un gato rojo de porcelana.