Crónicas del subsuelo

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Para un «cazahistorias» nato como yo, el transporte público, un microcosmos encorsetado en los parámetros de una ciudad, es un pozo de inspiración certero, un banco de arena en el que hurgar con los dedos. Por eso, y porque aún me quedan un par de semanas antes de la entrega, cojo mi bloc de notas y un bolígrafo y me dispongo a plasmar la cotidianidad en tres márgenes y una tira de anillas, un espacio ciertamente limitado. 


 


08:27


 


Ha pasado la hora punta y, aún así, la L5 es un hervidero. A mi lado, hay una estudiante releyendo unos apuntes a tres colores sobre Literatura y Algo-Más mientras resopla cada dos líneas. 


 


Interrumpirla podría ser un acto de misericordia. Me inclino para que pueda oírme por encima del traqueteo y la mascarilla. 


 


—¿Qué es para ti este metro?


 


Parpadea varias veces. Nadie se espera nunca las preguntas. Pasado un instante, señala el panel de puntos rojos, que parece una columna vertebral. 


 


—Mi vida se construye alrededor de Gavarra y Plaça de Sants. Cada día es el mismo trayecto. Entremedio viven mis amigos: «CanVi», Collblanc… A veces agobia un poco. 


 


—¿El qué?


 


—Pues eso —dice, guardándolo todo en la mochila, antes de ponerse de pie—. Estar siempre en un espacio tan pequeño. 


 


10:01


 


En la L3 nunca pasa nada.


 


Los asientos están llenos, la gente es ordenada, cada uno con su móvil. Éste es el único lugar en el que Serrat, El Canto del Loco y una mezzosoprano italiana pueden convivir en el mismo plano, desembuchados por auriculares comprados de segunda mano. 


 


Hay silencio, y aún así… 


 


Las posibilidades son infinitas. 


 


En cada rostro hay algo que contar, sobre todo en el del chico que tiene un pinganillo colgando de su oreja. 


 


11:42


 


Un hombre en la L1 ha subido con un sombrero gigantesco, inflado como una piñata y de un violeta chillón. Podría esconder una boa debajo. O un gato o rollos de calcetines. 


 


No sé qué preguntas estarían a su altura (con ese artefacto en la cabeza es bastante alto).


 


13:34


 


[Conversación escuchada en un transbordo]


 


—Me la he encontrado en el metro hoy. 


—¿Y te ha mirado?


—No, claro, estaba muerta de vergüenza. 


—Hombre, después de encontraros ahí… en su cama…


 


[Pausa]


 


—Es mi marido, ¿sabes?


—Y ella tu suegra. Imagínate el mal trago… […]


 


17:00


 


Tengo el cuaderno a rebosar de historias inacabadas marcadas en tinta. Los tachones se escurren por la hoja, los puntos suspensivos se alargan como un tobogán. ¿Son vidas a medio empezar o una misma historia interminable? Quizá un viaje con una media de diez a veinte minutos de duración no sea suficiente para contar algo. 


 


—¿Crees que las cosas importantes pueden suceder en el subsuelo? ¿No es muy poco tiempo?


 


El hombre de arrugas incipientes sonríe tanto que le desaparecen los ojos tras las bolsas. 


 


—El viaje más largo puede ser un trayecto de cinco paradas. Yo me casé y me separé en el metro. —Le pido en silencio que elabore más el tema—. Conocí a la novia en Sagrada Familia, vestida de blanco, ramo en mano. Las puertas casi le enganchan el bajo del vestido. Yo acababa de salir de la obra, aún con el mono de trabajo sucio. Gritaba que no quería casarse y buscaba urgentemente otro novio. En Encants subieron su padre y su prometido desesperados: «¡Emma, tienes que casarte!». Un frenazo la arrojó contra mí, me sonrió: «Tú me vales». En Clot subió un notario que nos casó entre la multitud, no hubo beso, y ella desapareció en La Pau después de darme las gracias. A veces es cuestión de perspectiva. 


 


 

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