Strike
Vuelvo a ser su presa. Esta vez no puedo dejar que me pillen; podrían dejarme tonto o ciego. «¡Ven aquí, empollón, chivato!». Sus gritos destruyen mis entrañas, y en el enorme vacío que se abre en mi interior, se instala el monstruo del pánico, tan inapelable, tan poderoso. Aprieto mi estómago con fuerza, para someterlo, y consigo razonar. Si quiero llegar indemne hasta el metro, tengo que soltar lastre.
En el tramo largo que hay entre las estaciones de Lluchmajor y Maragall, desaparecen ellos, los Desplazados, así los llamo.
Me quito la mochila del colegio, giro con ella y la lanzo apuntando al acosador que va más avanzado. La suerte me acompaña: ¡he hecho un strike! Solo he golpeado a uno; pero lo he desequilibrado lo suficiente como para que chocara con los otros cuatro. Siento que el monstruo que se había asentado en mi estómago es desplazado por un diablo.
En el tramo largo, los Desplazados pasan a otra dimensión, a un universo paralelo. Nadie lo advierte porque creo que, cuando traspasan la frontera, la línea temporal se perturba y causa lagunas en la memoria. Tampoco me habría dado cuenta si uno de ellos no me hubiese sostenido la mirada mientras se marchaba. Me dejó su recuerdo a propósito. Me había visto antes, llorando, herido. Lo he tomado como una invitación. Su mundo debe de ser más amable.
Alcanzo la boca del metro y empiezo a bajar las escaleras. Noto un duro golpe en la espalda y caigo rodando hasta el vestíbulo. Mi mochila me sigue. La rabia con la que me la han devuelto me deja paralizado. Ellos bajan a por mí, rugiendo a través de bocas torcidas, con una mueca que pretende ser una sonrisa. Me pregunto si acabaré pintando también en mi rostro ese gesto cruel. Mi demonio interno me responde que sí, porque él se alimenta de la cólera que contengo y pronto vencerá mi resistencia, y luego chilla: «¡Ahora, corre!».
Me levanto de un salto, valido mi tarjeta de transporte y entro. Ellos intentan saltar la barrera. Desciendo a toda prisa al andén. El metro está llegando. Me introduzco y me desplazo por el interior. Dos de mis acosadores han conseguido entrar y me persiguen.
Pediré hoy ayuda a los Desplazados. Quiero irme con ellos. No voy a dudar más. «Si te pegan es porque no te defiendes». «Eso es cosa de críos». «No te haces respetar».
Después de sufrir la última paliza, escribí una nota para mis padres donde les digo que me he escapado de casa y que volveré cuando sea un hombre. Si consigo mi objetivo, buscarán alguna pista que aclare mi desaparición y la encontrarán entre mis libros.
El metro llega a la parada de Lluchmajor y, entonces, veo a uno de los que ando buscando. Los dos matones me obstaculizan el paso. Mi demonio interno los empuja a un lado, con furia. Me acerco al Desplazado. Sus ojos me hablan.
―¿Estás seguro de que quieres venir con nosotros? Nada sabes de nuestra realidad.
Los depredadores están de nuevo a mi lado. El Desplazado se sitúa entre ellos y yo.
―No es necesario que des un paso tan trascendental ―dicen sus ojos―. Puedo ayudarte aquí y ahora.
Ese ser tiene una sonrisa dulce, auténtica. Le tiendo la mano. El metro acelera hacia la estación de Maragall y el tiempo se vuelve laxo. Las otras personas que van en el vagón se mueven a cámara lenta. El Desplazado espera algo de mí. Me hace comprender. Mi ser genuino lanza una bola y derriba mis rencores, mi ira y mi frustración, otro strike, y sonrío como él. Me coge de la mano y mi alrededor se desvanece. Regresaré siendo un buen hombre.