Cambio de ruta
Era mi primer trabajo.
Colocaba, uno tras otro, papelitos de colores en cada uno de los asientos de esa grada de fútbol que cada domingo se llenaba de gente.
Mi única función era esa. Iba, los ponía y me iba. Tan pequeña, mecánica y simple como parece. Aunque tenía su gracia ser la primera en entrar en ese campo callado, sabiendo todo lo que iba a gritar después.
Tenía que colocar esos papeles. Sin equivocarme en ninguno de ellos, a ver si por un cuadradito, al collage del escudo del club le salía un manchurrón y mi insignificante trabajo se convertía, de repente, en lo más importante de todo.
Mi abuelo estaba orgulloso de mí. Se engordaba cada vez que lo conseguía, fuera lo que fuera lo que acababa de conseguir. Y mi primer trabajo era una de esas cosas.
Hasta que le dije en qué club había conseguido ese primer trabajo.
Él odiaba pocas cosas. Todo le parecía bien. Incluso, a veces, cuando la vida se ponía un poco del revés, dejaba que ésta le empujara y con eso hacía.
Él odiaba pocas cosas, pero por encima de esas pocas estaba ese club. Ese club que deseaba, con tanto fervor, destruir a su querido perico.
Tanto era el odio, que evitaba pasar por la zona donde estaba el campo incluso mientras trabajaba. Mi abuelo era conductor de autobús. Le encantaba ver la vida a través de sus ventanas y también conducir, así que entiendo que terminar en ese trabajo fue mucho más que una simple casualidad. Recuerdo bastantes fotos de él en esos autobuses de la Barcelona olímpica, mientras conducía ese 57 que recorría todo el paseo marítimo.
Cuando le cambiaron la ruta durante un tiempo, por reorganización de líneas, pensó que se moría. Porque el bus que le tocó pasaba, justo ese bus, por cada una de las calles que cerraban ese estadio. Así que cada vez que podía, le cambiaba la ruta a algún compañero para no tener que pasar, ni siquiera, por los aledaños.
Ese era el nivel de odio que mi abuelo le tenía.
Pero supongo que a veces, la vida no sólo no te empuja. A veces, el que la empuja eres tú y decides hacer algo que, aunque parece pequeño, mecánico y simple, termina siendo el papel más importante que terminas colocando.
Ese día, cuando el campo dejó de estar en silencio, salí por la puerta que daba a esa churrería que olías incluso antes de verla. Salía con la misma intención de cada domingo de partido. Comprarme dos churros de chocolate. De esos que te llenan tanto que te dejan sin cenar. Y comérmelos durante mi vuelta a casa.
Pero ese día, algo era diferente. Mis churros ya estaban preparados. Los llevaba mi abuelo en la mano, en esa papelina blaugrana que Mariana le había puesto. Supongo que después de aquello, las manos le estuvieron picando una larga temporada. Pero le dio igual.
Ese día mi abuelo pisó ese trocito de tierra que prometió que nunca pisaría. Ese día mi abuelo quiso venir a recogerme al trabajo. Dejándome claro que su orgullo por mí pesaba más que cualquier otra cosa. Por muy azul y roja que fuera esa cosa.
Ese día, solo me comí un churro. El otro se lo di a él. Así me aseguraba que los dos podríamos cenar esa noche y comentar, entre risas, cómo por primera vez él había decidido colocar un papel que no tenía preparado ni debajo del asiento de aquel 57.
Y con ello había provocado un manchurrón en la que, seguramente, era la única promesa real que había hecho en su vida. Por eso, aún hoy, niega la mayor. Y sigue afirmando que nunca pisó ese campo.
Ni siquiera ese día que ningún compañero pudo cambiarle la ruta.