La chica de la escafandra
Coincidía con ella cada día a la misma hora, iba sentada siempre en el mismo sitio del mismo vagón de la línea 3 del metro. Nunca había nadie sentado a su lado. La reconocía con facilidad porque llevaba siempre la misma ropa de color negro y un casco de escafandra de color blanco y plata.
Un día especialmente caluroso y a pesar del ambiente fresco dentro del vagón, la chica se desplomó. Cayó de súbito, yo lo vi a cámara lenta, nadie se movió. Me sentí mal, miré a todos los que me rodeaban para comprobar su reacción, y no se inmutaron. Ninguna expresión se reflejaba en sus rostros, ni siquiera la miraban. Empecé a sentir angustia porque, o la ayudaba yo, o parecía que no lo iba a hacer nadie más.
Sudando, presa del pánico, pensé que cuando me levantase para ayudarla, todos se pondrían a mirar, y entonces a mí me darían ganas de gritar que por qué no estaban ayudando en lugar de mirar con esa cara de zombis, de bobos, de lerdos. Me levanté y no pasó nada de eso. Me acerqué a la chica, y por el movimiento de su tórax comprendí que seguía respirando, la toqué por el hombro y reaccionó estirando los dedos de ambas manos, desperezándose. Sentí un alivio relativo. Le pregunté si se encontraba bien, a lo que ella respondió mostrando el pulgar de una de sus manos en señal de ok. Sentí un alivio mayor.
La cogí por ambos hombros para incorporarla, fue fácil porque puso de su parte. La senté de nuevo en el lugar de siempre. Miré alrededor, la gente miraba con rostros sorprendidos unos, y asustados otros. Se acercaba la próxima parada, Pl. Lesseps, lugar donde cada día ella finalizaba su trayecto, y aproveché para preguntarle si quería bajar. Respondió que sí con el pulgar de su mano derecha. La mantuve sentada hasta que se abrieron las puertas del vagón y, con ella apoyada en mi brazo, salimos. Éramos los únicos en toda la estación.
Nos dirigimos hacia el asiento que quedaba justo enfrente de nosotros y la senté. No podía dejar de mirarla, siguiendo sus movimientos y vigilando su equilibrio. Ella empezó a hacer gestos, parecía pedir que le quitase el casco de escafandra, pero no estaba seguro. Le pregunté si era eso lo que quería, y sí, quería librarse de ese armatoste en su cabeza a juzgar por un gesto de ok en su mano izquierda. Me sentí incapaz de hacerlo. Ella esperaba mi ayuda, y yo no podía hacer nada más que permanecer inmóvil, con un gran sentimiento de culpa. Me sentía asustado, y cada vez más culpable, en un bucle descendente, sin billete de vuelta, hacia el infierno de mi mente.
Me levanté para impedir que ese bucle siguiera arrastrándome. Sabía que cuanto más tiempo pasase ahí, más me costaría volver. Entonces supe lo que tenía que hacer. Sin dudar tomé a la chica y la llevé hasta el final del andén, en dirección opuesta a la salida. Según la pantalla informativa, el próximo convoy estaba entrando en la estación, ya se podía oír. Al ver cómo las luces del vagón se acercaban, iluminando la negrura del túnel, la empujé a las vías sin pensarlo y cubrí mis ojos con ambas manos mientras tensaba todo el cuerpo. Grité.
Me desperté de golpe, incorporándome en la cama, sudando y jadeando. No entendía nada y mientras mi respiración se iba calmando me di cuenta de que acababa de tener una pesadilla. Traté de calmarme con esa idea y miré el reloj, eran las 5:55 de la madrugada, encendí la luz de la mesita y pude ver apoyado en la silla de mi habitación un casco de escafandra.