Amores eternos
Sus ojos resistían los míos y me devolvían la calidez de quien se siente en un lugar seguro. Acabábamos de conocernos, entre miradas cada vez más explícitas, como parte de una ceremonia de seducciones mutuas. La expresión de su boca y sus facciones denotaba un cierto relax, una promesa de un placer tierno que no se tensaba con el sonido metálico de las ruedas al circular por las vías, amplificado en los momentos en los que pasábamos por los túneles. Imagino que mis mensajes gestuales decían lo mismo. Por los altavoces se repetía la salmodia: “Próxima estación…” Su cuerpo transmitía, a pesar de la distancia, un halo de familiaridad y cercanía. Aunque viajábamos en el mismo vagón, nos separaban una decena de metros ocupados por los obstáculos corpóreos de los otros viajeros y viajeras que compartían parte del trayecto con nosotros. Pero era como si fuera diáfano el espacio ocupado entre nuestros cuerpos, que estaban estableciendo una conversación como si fueran dos viejos conocidos. Los diferentes intentos que realizamos para tratar de acercarnos no tuvieron efecto, porque en hora punta los vagones suelen incorporar tantos viajeros y viajeras como los que desalojan en cada parada, en un continuo proceso de expulsión y admisión que se asemeja a la respiración del gran animal mecánico que es el tren. Se estableció un diálogo de gestos, con los ojos, la mirada, las manos, en el que lo que quedaba clara era una intención compartida de contacto y la imposibilidad que el escenario nos imponía. En un momento dado, me hizo señas que yo interpreté como de bajar en la próxima parada. Me fui abriendo paso desde mi posición en un ejercicio similar al de la natación en un mar de cuerpos y olores. Ella, desde su lugar, en dirección contraria a la mía, nadaba hacia la puerta y accedió a ella justo cuando se abría en la parada. Yo seguía buceando y cuando llegué a la obertura los sonidos de alarma por el cierre de las puertas empezaron a sonar. Mi mochila había quedado trabada entre dos personas y cuando conseguí liberarla ella entendió que podía bajar y que nos encontraríamos en el andén. Y bajó a esperarme. En ese instante otra persona se interpuso en mi último esfuerzo, como acordándose en ese momento de que era también su parada, saltando por delante de mí mientras se cerraban las puertas. Él consiguió salir. Yo me quedé en el vagón. A ella y a mí, nos separaba la puerta y a través del vidrio compartimos mutuamente un gesto de decepción y sorpresa. Cuando el tren reinició su marcha, entre sensaciones de pérdida, con un movimiento leve de manos y de tristeza en la mirada, como en una despedida que no queríamos que fuese definitiva, su presencia se fue alejando cada vez más rápido. Cuando entramos en el túnel, la vi por última vez.
Desde aquel día he repetido ese mismo viaje, en los mismos horarios, para tratar de que el milagro de la casualidad volviera a producirse. Pero todo ha sido en vano: hay amores eternos que duran lo que dura el trayecto de un viaje de Metro.