RATAS DEL ESTADO

Res publica

Mi cometido era ir tras la pista del criminal en todo momento. Éste salió de su domicilio, atravesó la calle apresuradamente y se adentró en la boca del metro de la estación Estado Libre, antiguamente denominada Sagrada Família, en la línea lila. Subió al vagón del convoy. Mantuve una distancia apropiada. El sujeto se mostraba nervioso: miraba en todas direcciones con gesto preocupado. Sabía que pronto pagaría caro lo que estaba a punto de hacer. 


Era un traidor al Estado. Sí, se cometen crímenes, y todo el mundo se da cuenta de ello, pero se trata de delitos de poca envergadura, robos o insultos que, con todo, no se dan con demasiada regularidad. Sin embargo, aquel tipo de crímenes se insertaba dentro de una categoría olvidada, algo propio de un pasado oscuro y autoritario.


El Estado había afianzado su poder desde los tiempos del presidente Sánchez, apodado El Fundador por sentar definitivamente los cimientos, a la edad de setenta años, cuando podía haber optado por jubilarse, de un estado socialista, democrático, fuerte y garante del bienestar general de la población. Jamás se planteó retirarse de la política. Asumía que su deber era luchar contra la grave amenaza que suponía la ultraderecha y la dictadura que se arrastraba en aquel período desde muchas décadas atrás. Un pasado horrible, sin duda. Ante aquel panorama desolador, él se empeñó en cumplir el cometido de la noble causa socialista: durante su quinto mandato, el último, ayudó a las familias más desfavorecidas con una serie de beneficios: concedió prestaciones económicas; becas de estudios para que se pudiera estudiar; regaló parte de la cesta de los alimentos básicos; para fomentar la sostenibilidad, prohibió el transporte privado y promovió la creación de muchas de las nuevas paradas de metro del TUB, Transporte Unificado de Barcelona, antes TMB, el medio más sostenible que, gracias a él y a sus sucesores, hoy en día todos utilizamos de manera gratuita. En definitiva, consiguió que, tras su muerte, a la edad de 105 años, España se organizara sin clases sociales y que el socialismo se alzase como la forma más perfecta de pensar y de gestionar la nación.


Sin embargo, después de todo lo que había hecho el Estado por él, aquel tipo había conjurado contra el pueblo. El maletín que sujetaba con fuerza en el brazo derecho le delataba. Dentro guardaba los documentos más peligrosos, aquellos que contenían la teoría del apocalipsis.


Se apeó en la parada de Montigalá. Subimos a la superficie, donde destacaba la turba de personas entrando y saliendo del Gran Economato, lugar donde hace siglos se levantaba arrogante un centro comercial plagado de tiendas y un hipermercado que fomentaban la competencia consumista despiadada.


No obstante, el tipo no entró en el edificio, sino que continuó caminando rumbo al barrio de La Murtra. Se adentró en un edificio parcialmente derruido donde, aparentemente, no residía nadie. Acto seguido, retiró una de las muchas alfombras polvorientas que cubrían el suelo para desvelar una escotilla rectangular de metal oxidado. Se metió dentro como la rata que era.


Una vez en su interior, el tipo se reunió con sus compañeros y les entregó el maletín. Lo que ignoraba en aquel entonces era que, tras penetrar en aquella secta, la escena que estaba a punto de presenciar me cautivaría tanto que yo también me convertiría en un traidor a la nación.


 


 

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