La sonrisa del ladrón

Alèxia

Llegó el día más esperado: el día en que nos íbamos a Barcelona. Nosotros vivíamos en Praga y solo sabíamos hablar inglés y checo, así que de español, nada de nada, y de catalán, aún menos.


Mi padre, un hombre alto, de pelo negro y ojos azules, fue quien organizó todo junto conmigo. Buscamos vuelos, hoteles, sitios para comer, etc. Mi madre no sabía nada, ya que todo era una sorpresa por su cincuenta cumpleaños.


Llegamos a Barcelona en avión, cogimos un autobús y finalmente el metro. Al llegar al hotel, dejamos las maletas y nos acostamos enseguida: ya eran las doce de la noche.


Al día siguiente recorrimos la ciudad. Visitamos la Sagrada Familia, la Casa Batlló y otros lugares emblemáticos. Todo transcurrió con normalidad.


Finalmente, llegó el día de regresar a casa. Para llegar al aeropuerto, debíamos seguir la misma ruta: metro, autobús y avión.


En la estación de trenes, nos aseguramos de salir con tiempo, ya que debíamos viajar hasta la última parada. Todo iba bien hasta que, a cinco paradas del final, subieron al vagón dos niñas con su madre. Se sentaron justo delante de nosotros y, en cuanto el metro arrancó, las niñas empezaron a llorar.


Al principio, no les prestamos atención, pero al ver que no paraban, mi padre les preguntó qué les pasaba. Las niñas hicieron un gesto que no entendimos, pero mi madre, al cabo de unos segundos, lo descifró: tenían hambre.


Ahí surgió un problema. Solo nos quedaban cuatro euros y medio, justo lo necesario para el autobús al aeropuerto. Aun así, al ver a las niñas tan desesperadas, decidimos comprarles un bocadillo de cuatro euros en cuanto bajamos.


En cuanto les dimos la comida, las niñas dejaron de llorar de golpe. Pero, de repente, varias personas se acercaron y comenzaron a gritarnos en un idioma que no entendíamos.


Mi madre captó algunas palabras sueltas y, de pronto, comprendió lo que ocurría: todo era una estafa. No tenían hambre, sino que distraían a los turistas mientras alguien más les robaba.


Revisamos nuestras mochilas y… ¡la cartera de mi padre había desaparecido! Sin pensarlo, él salió corriendo tras un hombre sospechoso que se alejaba entre la multitud. Mi madre y yo nos quedamos paralizadas, sin saber qué hacer.


De repente, vimos a un policía y le explicamos lo sucedido como pudimos. Rápidamente, llamó a sus compañeros por radio y, en pocos minutos, lograron atrapar al ladrón.


Recuperamos la cartera, pero ya no nos quedaba dinero para el autobús. Justo cuando pensábamos que íbamos a perder el vuelo, el policía sacó unas monedas de su bolsillo y nos las entregó con una sonrisa.


—Tómenlas. Con esto podrán llegar al aeropuerto.


Agradecidos, corrimos a la parada del autobús. Subimos justo a tiempo y nos acomodamos, exhaustos.


Mi madre sacó la cartera de mi padre para asegurarse de que todo estuviera en orden. Pero en cuanto la abrió, se quedó pálida.


—Esto… no es nuestra cartera.


Mi padre la tomó rápidamente y la revisó. No había dinero, ni tarjetas, ni documentos. Solo una pequeña nota doblada.


Temblando, la desplegó y leyó en voz alta:


"Demasiado confiados. Nos veremos pronto."


Nos miramos aterrorizados.


El autobús arrancó, y al mirar por la ventana, lo vimos.


El policía estaba en la acera, observándonos.


Nos sonrió.


Y, justo antes de desaparecer entre la multitud, levantó una mano.


Nos estaba diciendo adiós.


 


 

Categoría de 13 i 17 años. Institució Igualada

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