Silencio Submarino

QuinaVergonya

Como cualquier madrileña, yo siempre había querido vivir cerca del mar. Y aquí estoy, esperando a que llegue la hora de taparme la nariz y lanzarme un día más. 


Espero sentada, y la humedad del asiento me enfría el culo. El viento me retuerce las pestañas. ¿Tramontana? ¿Mistral? Ya no recuerdo nada de mi curso de vela y todo me suena a nombre de panadería.


Mi pelo se comporta como un manojo de algas nerviosas antes de una tormenta, se agita frente a mis ojos tratando de llamar mi atención. Me da lametones en la frente, pero en lugar de saber a sal, huelen a champú. No estoy sentada sobre el casco de un catamarán a punto de zambullirme en el Mediterráneo, sino en los escalones de piedra que bajan a la estación de metro, y el viento es el mismo viento de cada mañana, que se despierta y escapa de la estación atolondrado cuando entra el primer tren del día.


Mientras me levanto, intento sujetarme la melena hacia atrás para dar un sorbo al café. En cuanto el líquido me toca la lengua, aparto los labios. La ranura de la tapa expira vaho. Escuece. ¡Ah, el mar en la boca! Lo tiro aún medio lleno y me tapo la nariz con la mascarilla.


 


Inmersión.


 


A esta hora de la mañana somos pocos en el vagón, viene lleno casi en exclusiva de una luz cálida y una vibración espesa.


A quienes vamos sentadas, la vibración nos hace oscilar como una madre que trata de despertar a su bebé. Lejos de conseguir despabilarnos, nos va aligerando las puntas de los dedos, que se nos escurren por el regazo. Debería haberme terminado el café. A mi derecha, una señora decide fondear y deja caer el maletín junto a sus zapatos, lo aprieta entre las piernas con la fuerza que puede. La chica de enfrente, que va de pie, apoya la espalda en la pared, asegurándose superficie de agarre. Un niño, cargado con una mochila demasiado grande, se sostiene erguido clavándola contra una de las barras. Todos tenemos miedo de cerrar los ojos en mitad de este silencio submarino y salir flotando.


Entre la marea de ruido blanco, escucho fragmentos de conversaciones susurradas al teléfono, relucen entre la densidad de esta calma como mensajes en una botella.


 


—Bé, ja em diràs alguna cosa.—


 


—等我一下,快要到了。—


 


Entorno los ojos y juego a imaginar qué les habrá traído hasta aquí. En mi caso es fácil. Como cualquier madrileña, siempre había querido vivir cerca del mar. Tener la oportunidad de, a diario, descalzarme, tumbarme en la orilla y dejar que la marea se vaya acercando, que las olas me cubran como una sábana de lino en verano, primero las puntas de los dedos, después los tobillos; ese frescor que arropa mientras el sol de agosto surca el cielo con sus velas blancas. Unas pizcas de colores centellean en el suelo, conchas antideslizantes incrustadas en el suelo azul del vagón. Blop. Mi cazadora. BLOP. Mi bolso contra el fondo. 


Abro los ojos. 


La chica que va apoyada contra la ventana, al verme aturdida, une sus dedos índice y pulgar al tiempo que levanta las cejas. ¿OK? ‘Barceloneta', leo en el cartel amarillo que atraviesa la ventana por detrás de su espalda. Cojo mis cosas en brazos, como si fueran un montón de animales que aún no saben andar y corro hacia la puerta. Aprieto mis bártulos contra el pecho, miro a la chica y cierro el puño de la mano que consigo liberar, agitando el pulgar hacia arriba. OK.


Sus ojos se asoman sobre el mar de crestas azules de la mascarilla, como dos soles aupados por una sonrisa submarina.


 


Fin de la inmersión.

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