El tranvía de mi padre

ANA VILLARBÚ

Mi padres, Manuel y Anita, se conocieron en una remota aldea gallega. Su infancia fue, para nuestros parámetros actuales, dura; eran labradores, cuidaban el ganado y los campos. No tenían agua corriente, ni electricidad. En la década de los 50 decidieron emigrar a Barcelona, buscando oportunidades y, sobre todo, para dar un futuro de provecho y comodidades a su única hija. Mi padre, una vez en Barcelona, entró a trabajar como cobrador en Tranvías de Barcelona. Mi madre se afanaba en que llevara el traje impecable: repetía  qué elegante y guapo resultaba vestido con esa chaqueta y esa gorra. Mi padre jamás cambió de trabajo y pudo dar ese futuro que ansiaba para su hija, aunque siempre soñó con volver a esas verdes tierras gallegas.


Algunos domingos le tocaba trabajar y justamente era el único que mi madre libraba. Entonces, para poder pasar juntos ese único día, en mi casa se repetía el mismo ritual: después de comer, mi madre y yo nos poníamos nuestras mejores galas: ella se atusaba el pelo, de perfumaba, se vestía con un taje azul, se colocaba un collar de perlas y se calzaba zapatos de tacón. A mí me vestía igualmente endomingada y el cabello bien peinado con dos trenzas. Ambas, de la mano, esperábamos en la parada más próxima de casa a que pasara el tranvía en el que iba mi padre, nos subíamos y le acompañábamos durante todo su turno, ahí sentaditas, junto a él, en silencio.


Dábamos vueltas y más vueltas por una Barcelona que yo observaba a través del cristal y que me parecía muy lejana a los confines de mi barrio. Era una ciudad que despertaba de una larga postguerra, sucia, fría y triste. Pero junto a mi padre y a mi madre, en aquel tranvía, nada me podían pasar: recuerdo la mirada de orgullo de mi madre hacia mi padre, al verlo tan guapo y elegante, y yo, con el pecho henchido porque entonces mi padre era el hombre más importante del mundo: nadie podía pasar sin su permiso y emitía órdenes a los pasajeros: "¡Señores, pasen a la parte delantera, pasen al fondo, que hay sitio! ¡Señores, no se me acumulen aquí!" Cuánto mandaba mi padre y qué orgullosa estaba yo de él. Cuando finalizaba su turno, volvíamos los tres a casa.


Un día, ya jovencita, me sustrajeron el pase que por familia de empleado de tranvías me correspondía. Resulta que la ladronzuela no tuvo mejor fortuna que ir a tomar el tranvía en el que mi padre estaba de cobrador. Al ver mi pase, exclamó: "¡Es mi hija!" En un ataque de ternura, en un hombre poco dado a ella, al ver la foto de su única hija, le dio tanta lástima esa chica, pensando en las penurias que quizás estaría pasando, y como si fuera realmente mi alter ego, tras pequeña reprimenda, la dejó pasar.


Ahora, no tengo ni a mi padre ni a mi madre, ni existen esos tranvías, y a través del cristal del TRAM solo veo a esa Barcelona moderna y cosmopolita, que nada tiene que ver con aquella que yo observaba las tardes de domingo. Pero, cuánto daría yo por pasar un domingo de aquellos fríos años, dando vueltas y más vueltas en el tranvía, cogida de la mano de mi madre y junto al hombre más importante del mundo: mi padre.


 


 

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