La llamada

Lady Lázaro

—Soy Elena. ¿Quién llama?


Fue lo que respondió cuando un hombre, un abogado, cambió el curso de vida con tan solo una llamada. El abogado, que respondía al nombre de Borja, puso a su padre de nuevo en su camino. Había desaparecido de su vida sin dar explicaciones cuando ella tenía sólo diez años. 


Se encontraba en el baño del piso que compartía con otras estudiantes, dos chicas con las que apenas hablaba. Acababa de terminar las clases de esa mañana y se disponía a ir a trabajar para poder costearse los estudios cuando algo la empujó a entrar a una farmacia y subir un momento a su piso para realizarse un test de embarazo. Surgieron las dos rayitas, el positivo, y seguidamente, como en una coreografía bien sincronizada, sonó su móvil. De vez en cuando. Javi siempre decía que no quería nada en serio. Pero tenía que contárselo, hablar con él, corriendo el riesgo de perderlo. 


La llamada sirvió para apartar esos pensamientos e instalar otros de distinta naturaleza, aunque fuera durante un rato. El abogado requería su presencia, era una petición de su cliente, de Carlos, su padre, al que no veía, del que no sabía nada. Pidió a una compañera que le cambiara el turno en el supermercado donde trabajaba cada tarde. Cogió el metro mientras comía un sándwich de la máquina expendedora, luego cogió un autobús que la dejó bastante cerca del centro penitenciario. Una vez allí, todo resultó nuevo, surrealista y bajo un ritmo demasiado rápido para procesarlo. Pasó por seguridad, dejó sus pertenencias, su bolso, y la acompañaron hacia la que imaginó que sería la zona de visitas, y reconoció el rostro del hombre que se acercaba a ella. Acabaron sentados uno enfrente del otro.


Al final, Elena se lanzó. Fue la primera en romper la incomodidad de un encuentro después de trece años.


—No esperaba que me llamaras, no después de que nos abandonaras a mamá y a mí. 


—Nunca quise hacerlo, me vi obligado. Te quería, Elena, y a tu madre, pero es demasiado difícil para explicártelo aquí mismo.


Elena no sabía que una parte del hipotálamo recordará el tono de voz de su padre, una voz algo ronca de tanto fumar. 


—No he venido a arreglar el pasado, dime por qué estás aquí metido. 


—Déjalo. Solo quería verte.


—Y con qué derecho me llamas y me pides que me vaya como si nada. No tienes ese derecho, lo perdiste hace mucho. No sabes nada de mí, me merezco una explicación. ¿No crees? 


—No lo entiendes —y pegó las palmas de ambas manos, como una señal de súplica.


—Lo que sí entiendo es que te fuiste, que nunca estuviste a mi lado cuando era mi cumpleaños, cuando en el colegio se metían conmigo, cuando en el instituto padecí anorexia, cuando era la mejor estudiante, cuando me gradué, cuando mamá decidió suicidarse y me dejó sola llena de problemas económicos. Tuve que trabajar para poder ir a la facultad de derecho. ¿De qué se te acusa?


—Vete, por favor. 


—De qué se te acusa —insistió marcando la separación silábica de cada palabra. Veía a su padre desesperado, acorralado, con una confesión en la punta de lengua que quería mantener, a toda costa, encerrada.


—De robar—confesó elevando la voz, pero sin llegar a gritar. Esperó a que se calmara, sólo cuando se aseguró volvió a preguntar.


—¿De robar? ¿El qué? ¿Qué es lo que has robado?


—A ti. Te robé cuando eras un bebé, Elena. Te robé a ti.


 


 

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