El caldo
Llegó del pueblo en autobús. Miró la dirección que llevaba apuntada en un papel y se dirigó al metro. Se orientó como pudo pero logró llegar a la estación. Bajó del metro. Dio un paso al frente como si llevara los zapatos recién lustrados, disimulando mal su cojera.
Llevaba la maleta llena de morcillas de cerdo de la última matanza, algún chorizo grasiento y un saquito de papatas. Ese era el tesoro que se traía de casa. Iba a preparale un caldo. Los caldos todo lo curan, y ella, en la ciudad andaba necesitada de mimos.
Bajó al andén y de repente: chilló un chiquillo, las puertas del metro emitieron un pitido agudo, el megáfono anunciaba la próxima salida, unas obras taladraban la tarde... una niebla de sonido le nubló la mente, se aturdió, se despistó.
Cuando se dio cuenta, la maleta ya no estaba y con ella la promesa de caldo se había esfumado.
Quiso perseguir a alguien, quiso buscar ladrones, quiso correr tras su maleta, lo intentó. Buscó por toda la estación: un reguero de grasa, un rastro de olor a matanza...algo con qué presentarse a su casa, una excusa para visitarla. Las “buenastardes” con morcilla son mejor bienvenidas.
Logró solo perder el sombrero y las fuerzas.
Regresó derrotado en el mismo tren y el mismo autobús de vuelta al pueblo, sin haberse atrevido a visitarla, sin plan.
En el trayecto de vuelta, por la ventanilla solo atisbó a ver una bandada de golondrinas anunciando que el invierno y, con él los caldos acababan. “habrá que buscar otra excusa” pensó, “una que huela a primavera”.