Hilos de plata

Meraki

Ana se subió al autobús como cada mañana. Era pronto, así que siempre había asientos disponibles, pero ella era un animal de costumbres. Se digirió al final y dejó la mochila y el abrigo en el asiento de al lado. Apenas había unos pocos pasajeros dispersos entre los asientos, los habituales de cada jornada.


Era primavera y ya no hacía tanto frío, por lo que pronto cambiaría su abrigo por una chaqueta. Miró por la ventana para observar una ciudad cubierta aún por la bruma del sueño.


Ese día Ana no tenía ganas de nada; ni siquiera le apetecía mirar el móvil. El trayecto era el mismo de siempre, pero ya nada era igual. Miró el asiento vacío a su lado y le inundó la tristeza. Sintió un nudo en la garganta y un escozor en los ojos.


Cada mañana Ana solía hacer este trayecto con su hermana pequeña Laura. Ambas iban al mismo instituto donde la mayor estudiaba Bachillerato artístico y la pequeña el segundo curso de Secundaria. Ana tenía un cabello bonito, de color oscuro y rizado, pero el de Laura era precioso: brillante y de color cobrizo como su madre. A las dos les encantaba trenzarlo cada mañana durante el trayecto en el autobús.


Ana siempre llevaba un peine de madera, ya desgastado, y con él cepillaba el cabello de su hermana hasta dejarlo bien liso. La melena era tan larga que Ana podía variar el tipo de trenza, aunque a su hermana le encantaba la de raíz. En ocasiones especiales Ana solía peinarle el cabello con una trenza de diadema porque el resultado era delicioso.


Ese ritual les traía paz y calma antes del inicio de las clases. Después del trenzado solían quedar en silencio y leer o distraerse con el paisaje. Al regresar a casa compartirían todas las emociones del día en el trayecto de vuelta.


Ana estaba tan acostumbrada a trenzar el cabello de su hermana que podría hacerlo con los ojos cerrados. Disfrutaba del suave tacto de los mechones y se imaginaba a sí misma haciéndolo toda la vida. Un día una mujer con el cabello totalmente blanco se subió a medio trayecto y desde entonces Ana se imaginaba cómo sería hacer la trenza de su hermana cuando ésta fuera mayor. ¿Cómo se sentiría cuando viera las canas y más tarde los mechones grises y blancos?


Esas ilusiones estallaron en pedazos unos meses antes y Ana se paralizaba al pensar en su hermana Laura.


La primavera dio paso al verano y el curso acabó sin que Laura volviera al autobús. Ana pasó esos meses de verano con el corazón en un puño, aunque la esperanza aleteaba en su estómago. Al llegar el invierno, Ana recuperó el abrigo y de nuevo su ilusión.


Por primera vez en muchos meses Laura volvía al autobús. Ana la ayudó a subir y la condujo hasta su asiento. Sintió una felicidad tan desbordante que casi rompió a llorar. Laura ya no tenía cabello ni tampoco cejas y en su lugar un pañuelo cubría su cabeza. Ana no sabía cuánto tiempo pasaría hasta que Laura volviera a presumir de melena, pero en esos momentos le daba absolutamente igual. Durante meses había temido que la perdería y que jamás la vería crecer ni hacerse mayor. Ahora que la volvía a tener a su lado entendió que cada día era un milagro y deseó que ambas vivieran hasta que sus ojos se llenaran de arrugas y sus cabellos de hilos plateados. 

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