El arte de viajar en metro

Gilagost

A Sandra le gusta dormitar en el metro de la ciudad de Barcelona, dice que así los recuerdos no la encuentran. Asegura que respira mejor entre vagones porque en el subsuelo puede abandonar cada recuerdo herido en cada estación que desdibuja tras su paso, cada lágrima robada en cada pasajero que, ojiplático por ver a una muchacha quemar las horas de una manera tan ridícula, se santigua al adivinar qué demonios la esperan en la superficie.


Hay una fantasía escondida en esta absurda forma de pasar los días. Sandra se imagina en el reverso de su vida, un universo paralelo donde el ir en metro remueve el tiempo en una dirección que no es la nuestra, una oportunidad con la que volver a cada sitio por el que pasó y no fue, transmutar cada golpe en abrazo hasta conseguir revertir una vida menguada por la impotencia de saberse nacida donde no debía.


Prestad atención a sus ojos y entenderéis por qué Sandra ama ir en metro más que nada en este mundo. Así, medio en sueños, desmigaja en una estación los linchamientos sufridos en el recreo del instituto y los sustituye por momentos más cariñosos: se visualiza postergada en el suelo, bocabajo y magullada, cubierta por un grupo de chicas que retozan encima de ella para luego, de forma ordenada, levantarse y alzarla con un empujón inverso. Con movimientos dulces las patadas pintan de carne los moratones y los puños suturan heridas. Concluido el baile, sus compañeras se alejan de ella mientras la señalan, contentas de encontrarla; vuelven a sus aulas y nada pasa y todo está bien en el interior de las estaciones que transita Sandra.


Sandra bosteza y sigue recordando, iluminada ahora con el brillo apagado de una luz antigua que la lleva en un letargo sudoroso a la habitación que usaba como dormitorio junto a su infancia. Continúa viajando hasta encontrar un momento en el que su madre sonríe a su yo de cinco años, agradecida porque la ayuda a encender un cigarrillo con el muslo. A modo de cerilla, una pierna hecha de fósforo prende el tabaco apretado de las manos de una mujer que, con muecas bravas y burlonas,  lo acepta de nuevo en su boca manchada. Sandra se siente feliz de poder ayudarla, su grito de niña rota enmudece gracias al contacto de la ceniza sanadora con la piel, y su madre, satisfecha, activa una luz para que no tenga miedo, cruza la puerta y se disuelve en la noche, consiguiendo que reine el silencio en el llanto y la tranquilidad en la cama.


Como veis, si Sandra pudiera pasaría toda su vida viajando en el metro de la ciudad de Barcelona. Si su imaginación alcanzara capacidades sobrehumanas, seguro que volvería a sus orígenes más allá del conocimiento, más allá de la respiración y la palabra, más allá del útero; volvería hasta ese punto de la no vida en el que nada importa ni ha de importar, y elegiría quedarse bien quieta y bien muda para siempre. Sin la necesidad de retroceder ni avanzar. Sin el deseo de existir.


Sandra viaja de espaldas al mundo porque la vida se le escapa de las manos y ya no sabe qué más inventar.


Por suerte, la vida de Sandra no termina aquí.


Llegará un tiempo en el que aprenderá a sangrar de una forma distinta, con letras. Encontrará consuelo en la literatura. Quizá se desgrane junto a ella y un día, que bien podría ser hoy, escriba un relato sobre el arte de viajar en metro. Lo firmaría con seudónimo, tal vez un nombre de mujer. Pongamos, por ejemplo, Sandra


 


A Sandra le gusta dormitar en el metro de la ciudad de Barcelona, dice que así los recuerdos no la encuentran.

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