Buscando un cielo
Despertó sobre las siete, como cada mañana. Después de una ducha y un café de máquina, que se tomó de un trago, salió de casa. Se dirigió al metro. Tenía unos 25 minutos hasta su trabajo.
La cantidad de gente acumulada en el andén a primera hora de la mañana, le arrastró hacia el vagón sin saber cómo. En el interior encontró, como cada día, decenas de caras. Caras con sus cuerpos. Cuerpos absortos en móviles, libros, auriculares... Cada uno viviendo en el territorio en el que se sabe dueño de su vida e intentando aprovechar hasta el último momento antes de abandonarlo y entrar en otro en el que poco o nada les pertenece.
Bajó en Jaume I, abandonando ese multiverso matutino que encierra el suburbano. Al salir de la estación tuvo que dar un salto hacia atrás. El hocico de una mula rozó el suyo. El animal arrastraba un carro con unos sacos que contenían algún grano. Casi se lo lleva por delante.
La calle empedrada y embarrada que llevaba a la fragua donde trabajaba hacía 5 años, bullía. Cuando llegó a la casa del maestro herrero, Braulio, se dirigió directamente al patio trasero. Se colocó el delantal de piel dura y comenzó su trabajo. Forjar cincuenta y una espadas en menos de una semana. El encargo fue del señor Clement García, que con otros cincuenta hombres preparaba el viaje a Francia para unirse al ejército del rey Felipe I, que en tercera cruzada intentaba recuperar Tierra Santa en manos de Saladino.
Largas jornadas con un sueldo mísero. El eterno repiqueteo del martillo y el yunque marcaba el paso del tiempo constante e imparable.
De nuevo, aquella noche volvió a casa en metro.
Antes de subir a su apartamento se sentó en un banco. Quería respirar aire fresco. Sin tiendas abiertas, sin tráfico, sin gente.
Preparó algo de cena. Ya en la cama, el mismo pensamiento recurrente que últimamente acudía muy a menudo a su cabeza , le volvió a abordar. Debía dejar la herrería. La monotonía; no poder plasmar en aquello que forjaba su forma de ver el mundo ante la practicidad que ordenaba el maestro Braulio y, claro, el salario bajo, le hacía preguntarse si aquel era su lugar; su época. Pero ¿y las estrellas? Desde su trabajo veía un cielo lleno de estrellas. Siempre se regalaba unos momentos cuando acababa su jornada para mirar hacia arriba. Mirando esa inmensidad, sentía que pertenecía a todo aquello. Todo parecía menos importante. Todo cobraba una cierta relatividad. Sanaba. Un cielo infinito y bello que se convertía en algo apagado e indefinido cuando llegaba a su barrio. Aquello era lo único que le ataba a ese lugar.
Había oído que, no muy lejos, estaban construyendo un nuevo hospital . Un tal Domènech i Montaner, estaba inmerso en un proyecto moderno ¿o era modernista? Sí, modernista; recordó haber oído a alguien que en la parada de Sant Pau/Dos de maig, corrían esos tiempos. Pensó en apearse en esa estación algún día y probar suerte. Seguro que necesitaban herreros. Y ¿quién sabe? Quizás allí podría utilizar el martillo y el yunque para romper las formas tan rectas a las que estaba sometido. Hacer algo que te acercase a las infinitas formas que presentaba la naturaleza solamente con observarla. Pero... ¿y el cielo? ¿Cómo sería el cielo en el Modernismo?¿ Le permitiría soñar como el del siglo XII?
Antes de dormirse programó el despertador:
- Alexa, despiértame a las siete de la mañana.
- De acuerdo, alarma configurada para las siete de la mañana.
Y se durmió imaginando el firmamento modernista.