Cristal oscuro

Helena Olqui

El cristal de la cerrada ventana es vacío negro, espejo que devuelve mi imagen.


Sentada frente a mí, la pasajera duerme, su cabeza cae hacia la derecha, sus pantalones desgatados son de un negro perdido entre las aguas de muchas lavadoras, su chaqueta azul marino demasiado apretada. Me pregunto de dónde viene. Su piel morena, tersa, limpia, joven; si no fuera porque está mal despertar a los durmientes, le preguntaría dónde nació; que paisaje tan bello del mundo ha escrito en su pelo rizado y oscuro el vuelo de pájaros exóticos… que nunca veré.


Abre los ojos me mira, sonrío, sonríe confusa, el metro llega a la estación y se apea.


-Adiós hermosa ninfa de mares lejanos, donde viajan los niños cuando son marineros; navegando en barcos de papel sobre océanos poblados de sueños imposibles, surcando alborotadas aguas... que nunca navegaré.


Sentado debajo del negro vacío un nuevo pasajero atrae mi mirada, desvío un poco mi cabeza, de pequeño me enseñaron que no es educado mirar a la gente fijamente, puede incomodarla… pero vuelvo a observarle, no creo que se dé cuenta, está distraído mirando su móvil, moviendo los dedos rápidamente encima del teclado, su cara delata los sentimientos, casi puedo saber con quién habla... por la edad posiblemente con una hija preocupada por su salud… por su hipertensión recién estrenada; pequeño inconveniente para su cercana jubilación, tan anhelada, todo el tiempo del mundo para los sueños aplazados, olvidados a  fuerza de seguir adelante pase lo pase. Sentarse junto a ella, bajo el sol del mediodía, antes de llegar a la soledad de los abandonados en el laberinto del olvido de los pasillos de alguna residencia sin corazón. Antes de que se vaya y perderla para siempre, o antes de ser él quien se vaya primero y abandonarla para toda la eternidad.


No le miro más.


Vacío oscuro, espejo que devuelve mi reflejo, no quiero ver. Viajando a la velocidad del metro me dejo llevar por la oscuridad hasta secretos recuerdos, donde navegan mundos que no se encuentran. Hoy no soporto mi humanidad.


Entra un músico a salvarme. Arrastra su pesado aparato de música, se sitúa en medio del vagón y un ruido estridente indica que ha encendido el altavoz y canta.


 


Yo te diré


Porque mi canción…


 


Le pone corazón y necesidad.


Necesidad de monedas que se conviertan en alimento, en habitaciones realquiladas, caras, en casas que nunca serán hogares, sucias e incomodas estaciones de paso, donde llorar está prohibido.


Sin éxito en la recolecta de monedas, se aleja hacia el siguiente vagón, la misma habanera:


Yo te diré


Porque en mi canción…


Me hundo otra vez en mi reflejo, me veo desde el otro lado en la oscuridad de la ventana: un hombre anciano que se levanta cada mañana para llevar al futuro a la guardería, coger de la mano a los días que vendrán, los días en los que él no estará.


Tengo la impaciencia de los que tienen mucho que contar y la prisa de no olvidar, de no ser alcanzado por la bestia de la locura antes de que todas las historias queden prendidas en la sonrisa de ese niño. Él las protegerá; valiente defensor de los mundos que solo existen para unos pocos; territorio de cuentos donde juntos vivimos, donde navegamos como piratas amigos de sirenas.


Cuando lleguemos a la puerta de la guardería, nos separaremos, él correrá en busca del mañana y yo caminaré hacia mi soledad.

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