¿Un día más?

Tori

Miércoles, 7:00. De mi móvil sale una musiquilla alegre remarcada por una vibración que me obliga a levantarme. Me tomo un café rápido y me doy una ducha aún más rápida. Tras un vistazo fugaz al armario, escojo los vaqueros de siempre y una camiseta que, aunque esté mal que yo lo diga, me queda de coña. Salgo de casa cual autómata y cuando quiero darme cuenta ya estoy bajando las escaleras del andén de la línea 5, dirección Cornellà Centre, en Diagonal. Esquivo, casi a codazos, la ingente cantidad de almas tristes que, como yo, esperan un metro rumbo al trabajo. Si nos viese un extraterrestre recién llegado a la Tierra, diría que no nos diferenciamos de las vacas subiendo al camión que las lleva al matadero.


Después de un rato que se me hace eterno —aunque solo sean unos segundos—, me sitúo en "mi sitio de siempre", justo donde se detiene la segunda puerta del tercer vagón. Entonces levanto la mirada, y ahí está, como cada día, la misma persona, en la posición especular a la mía, en el andén contrario. Y como cada día, desde hace tanto tiempo, veo sus penetrantes ojos entre verde y gris, tan enigmáticos como llamativos, que redondean unos rasgos sutiles y que la sociedad consideraría atractivos según el canon de belleza actual. Cruzamos la mirada, y se nos dibuja una media sonrisa en la cara.


En ese preciso instante, llega su metro, nos tapa la visión unos segundos, se marcha, y el andén queda vacío. Se me borra la sonrisa como ha pasado tantas otras veces, y otro día más, comienzo a preguntarme: ¿quién será? ¿a dónde irá? Entonces aparece mi metro, al que subo inventando una historia que da respuesta a esas preguntas, para hacer mi trayecto más ameno.


 


Jueves, 7:35. ¡Mierda, me he dormido! Si normalmente ya tomo un café rápido y una ducha aún más rápida, lo de hoy, debe de haber batido un récord Guinness. Probablemente me he metido en la ducha con la taza del café, aunque no sabría decirlo con certeza, porque a esas horas no soy consciente de lo que hago. Es puro instinto y rutina.


Salgo a la calle y me dirijo al metro, hoy a paso rápido. Bajo las escaleras corriendo, de dos en dos, intentando ganar tiempo, y me coloco en "mi sitio". Estoy sin aliento, en cuclillas con las manos en las rodillas, tratando de recuperar el aire. Y entonces levanto la mirada, y…, ahí están, esos ojos gris verdoso o verde grisáceo. Pero..., es imposible, hoy no es un día más, hoy es..., más tarde.


Me froto los ojos. Y sí, sigue ahí, frente a mí, mirándome y sonriendo. Su mirada me eriza el vello de todo el cuerpo justo en el momento en que los dos metros aparecen al mismo tiempo, cada uno por la izquierda de su andén. Una de esas casualidades en las que te fijas, porque no es algo que pase muy a menudo.


Entonces, algo en mí hace un clic y, sin pensarlo, empiezo a correr por el andén. Mis piernas se mueven por inercia, como si una fuerza ajena las estuviera guiando. Enfilo las escaleras mecánicas hacia arriba, sin saber muy bien por qué, saltando los peldaños de dos en dos por la izquierda de una fila de penitentes inmóviles que se deja arrastrar por la corriente de su destino diario. Me dirijo por el hall sin ser consciente de lo que estoy haciendo, dirigiéndome hacia las escaleras que bajan al andén contrario, y comienzo a bajarlas con el corazón saliéndome por la boca y el estómago encogido, en un extraño estado de trance. Y por fin, en el último tramo de las escaleras, tengo visión del lugar exacto del andén que quiero ver.


 


FIN

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