Próxima parada
Son las siete de la mañana y la línea uno se despereza. Próxima parada, Rocafort. El chaval del chándal azul está de mal humor. Seguro que ha olvidado la bolsa de deporte en casa y se pregunta para qué va tan pronto al trabajo. Se levanta del asiento, inquieto. Estira las piernas, cambia de barra de agarre y, finalmente, cambia de vagón. Quien se fue a Sevilla... Me acomodo la falda ésta tan larga que me he puesto hoy y voy a sentarme en el hueco que ha dejado libre, pero te adelantas tú.
Has subido en Hostafrancs con el pitido del cierre de puertas. Estás muy pálida pero puede ser que ese ya sea tu color de piel, no te he visto antes. Creo. Tienes una mirada redonda, como la idea de un ombligo, o una órbita lunar. Círculos concéntricos lilas enmarcan tus grandes ojos negros.
Te sientas, abres el bolso y sacas un libro de bolsillo. Parece viejo, pero no está etiquetado, será de segunda mano. Estoy a punto de ver el título cuando sacas el móvil.
Ves la notificación y algo te cambia en la cara. Puede ser que las pupilas se hayan dilatado un poco, que las narinas se hayan abierto. Hay, sin duda, algo salvaje en el gesto de un humano en alerta, más cercano al bonobo o al chimpancé.
La alerta se convierte en dolor. Como una flecha en el flanco mientras el escudo estaba demasiado alto y tu sangre salpica la arena. Tus ojos se llenan de agua y la nariz te gotea.
¿Qué era? ¿Un viaje de investigación al Sáhara? No, con esa piel sería una muerte segura. Al círculo polar entonces, al norte de Noruega. Un proyecto sobre biodiversidad, por qué no. Algo que habías mimado y hecho crecer. Muestras de esporas en un laboratorio, la noche que no acaba, quizá el día que no acaba. Y ella, que ha encontrado una mejor candidata, mejor perfil, ya sabes. No sientes odio y te sorprendes. Ha pasado ya tantas veces. En verdad da igual, no lo querías, créeme.
Porque realmente, qué tipo de psicópata manda un correo electrónico de rechazo a las siete de la mañana. Deberían vigilar a la gente así, más que nada por ver que no tengan ningún cadáver en la cámara frigorífica de un almacén de alquiler o se dediquen a robar la fianza a inquilinos.
En un momento dado, la contención se rompe. Se abren las compuertas de la presa, surge la cascada, violenta, destructora y lloras. Y lloras, y lloras. Y te quiero decir que mira, no te preocupes porque seguramente era otro contrato abusivo más, una línea más en un currículum arreglado, azul, metódico, lleno de finas líneas con fechas continuadas una detrás de otra. Una línea más que nadie mira. Créeme, sé de lo que hablo. Solo era otra beca más y, mientras, ahí fuera es otro día de sol. Realmente, como dice una amiga mía, no eres de Barcelona hasta que no has visto un accidente de moto, te han robado el móvil y has llorado en el metro. No pasa nada, todas solemos repetir alguna de las acciones, sobre todo la última.
Fulminas con la mirada al hombre de enfrente, el de los zapatos desgastados. No ha dejado de mirarte desde que has empezado a llorar, aunque tampoco yo, solo que no te has dado cuenta. Te limpias el rímmel y recompones una a una las piezas de tu mirada mientras guardas el móvil y el libro que no has ni abierto. Miras al frente. Siempre al frente. Te levantas un segundo antes de que el metro pare. Se abren las puertas y ya no estás. La marabunta de La Sagrera te devora y yo me siento en el mismo asiento donde estabas hasta hace un momento. Las puertas se cierran. Próxima parada…