El viaje continúa

Fletis

Aquel niño de diez años apenas podía contener la emoción que le embargaba aquel día. Su padre le sujetaba fuertemente la mano mientras avanzaban entre los curiosos que se agolpaban en la entrada de la flamante estación de Lesseps.


El Gran Metro de Barcelona se estrenaba, un prodigio de la modernidad que situaba a la ciudad a la altura de Londres o Nueva York.


Los periódicos llevaban semanas con publicaciones de aquella proeza de la ingeniería: un tren subterráneo que conectaba la Plaza Lesseps con la Plaza Catalunya en apenas diez minutos.


¡Diez minutos!, repetía el padre ese dato con orgullo.


En la taquilla, el hombre dejó caer 5 perras gordas a un revisor uniformado, validando los 2 billetes de cartón.


El niño sintió un hormigueo en el estómago al bajar las escaleras hasta el andén, donde un convoy esperaba con las puertas abiertas. Vagones de madera barnizada, asientos de cuero, luz eléctrica titilante...


El niño se subió de un salto y se agarró con fuerza a su padre a la espera de que el tren arrancara.


—Papá, ¿y si nos quedamos atrapados bajo tierra? —preguntó con inocencia cuando vió aquel túnel oscuro.


El padre lanzó una alegre carcajada y le acarició la cabeza con ternura. 


—Nada de eso. Esto es el futuro, hijo... 


Al salir de aquella experiencia asombrosa, un estruendo sacudió la ciudad. Las sirenas rasgaron el aire como un lamento mecánico. Un joven corría por las calle con el corazón desbocado. Aprendió a distinguir el zumbido de los aviones italianos incluso antes de que la alarma sonase.


No había tiempo que perder. Giró la esquina y se lanzó escaleras abajo, hacia la estación de Plaça de Catalunya.


Allí, bajo tierra, esa maldita guerra entre hermanos quedaba en suspenso. Decenas de personas se agolpaban asustadas en el andén, algunas de pie, otras sentadas en el suelo, abrazando a sus hijos. El aire estaba cargado de polvo y sobretodo miedo.


Aquella estación, con su gran vestíbulo y sus accesos, se había convertido en uno de los refugios más utilizados de la ciudad.


Pero una bomba cayó demasiado cerca. Un estruendo. Oscuridad. Luego, luz fría.


Fué entonces cuando un anciano descendió en un ascensor de alta capacidad a 85m de profundidad en un pozo de 25 m. de diámetro. Ahí no había revisores, ni maquinistas. Solo el zumbido de unas colosales escaleras mecánicas y las puertas automáticas. El tren llegó sin conductor, deslizándose con precisión milimétrica hasta detenerse tras unas mamparas de cristal de seguridad. El anciano recordó cuando el metro era de madera y asientos de cuero. Ahora, los ascensores estaban coordinados con la llegada de los trenes, los paneles luminosos anuncian la llegada con exactitud y las cámaras vigilan todo el recinto.


Se acomodó en un asiento junto a la ventana frontal del primer vagón para poder contemplar el túnel iluminado.


El metro se detuvo y el anciano pestañeó fuertemente. Se apoyó en su bastón y se incorporó con lentitud ayudado por sus bisnietos.


Hola, me llamo Josep Font i Casals... y tengo 110 años . Me he quedado dormido y he tenido un sueño plácido pero algo extraño.


Josep había soñado con su vida entera en un pequeño trayecto de 5 minutos....


El viaje continúa.


 


 

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