El billete

Begoca

Era casi como un juguete, un entretenimiento o un amuleto. De sus números hacíamos un pasatiempo. Los sumábamos, los restábamos, también los multiplicábamos. De esos resultados dependía nuestro inmediato destino. Si todos eran iguales nos podía esperar una gran cita en un baile, en un cine o en un teatro. Si eran “cap i cua” la suerte no solo era inmediata, auguraba grandes y largos tiempos. Los guardábamos como reliquias y pruebas de nuestro primer recorrido, nuestro primer trabajo, nuestro primer novio o el inicio de un viaje a otras provincias. Los exponíamos en álbumes de fotos, colocados a la vista. Los vimos evolucionar en material, de papel más duro a papel más fino, y de vuelta al cartón. De casi cuadrados a rectangulares. Al principio eran todos de un solo viaje y personales. Los comprábamos a un o una taquillera, que sin rechistar administraba nuestros billetes, nuestros viajes.  Aguantaron los años 80 y 90, a los punkis, skins, pijos, peones, delincuentes y banqueros, a las señoras de la limpieza, a los dependientes, a los del Corte Inglés.  Casi todos guardábamos un billete con una afortunada numeración en la cartera, monedero o bolsillo. A veces los más pequeños esperaban a que un adulto le diera uno de estos, para llevarlo al colegio y enseñarlo, como el mejor de sus tesoros. Se convirtió en un símbolo de modernidad, de avance, de movimiento y de trabajos. Obtener uno de ellos por uno mismo era un signo de madurez y de libertad también.  Se mostraban orgullosamente como una insignia. Detrás de ellos se escondieron historias de esta ciudad, de sus calles y de sus gentes.



 

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