Una vida de viajes

Hamlet

Los bares ya cerraban, la ciudad empezaba a caer bajo el silencio de la noche; era un jueves cualquiera de diciembre, casi medianoche. Una sensación extraña se apoderaba lentamente de mí. Corrí por Consell de Cent hacia Passeig de Gràcia, donde el último vagón estaba a punto de pasar. Si lo perdía, tendría que caminar hasta casa.


Llegué exhausto al andén, sin aliento, pero con tiempo; al metro aún le quedaban siete minutos. La estación estaba casi vacía, hacía más frío de lo habitual.


Mi mirada se detuvo en un chico alto, moreno, con un estilo vintage. Su rostro me resultaba familiar, aunque estaba seguro de que nunca lo había visto. Tenía una mirada temblorosa, perdida en el túnel, como si buscara algo. Me acerqué a hablarle. Su acento inglés me resultó familiar, pues mi padre era de Birmingham. Se llamaba George y algo en sus rasgos me era extrañamente cercano.


Al final del túnel, las luces del metro aparecieron. Era un tren de la serie 3000, idéntico al modelo de los años noventa.


Las puertas se abrieron con un golpe seco. Una chica bajó distraída, chocando contra mi hombro. Se le cayó el ticket sin darse cuenta. George lo recogió y, al devolvérselo, ambos se quedaron paralizados. Ella sonrió tímidamente, y pude ver un reflejo de mí en su rostro. Tomé asiento dejándolos atrás, hablando en el andén.


En ese momento escuché: "Próxima estación, Sants Estació."


De pronto, estaba en mi parada. La transición entre la visión y la realidad fue tan sutil que dudé de cuál era la verdadera ‘realidad’.


Salí al andén. Ya no hacía tanto frío, pero sentía como si ambos siguieran conmigo. No podía dejar de pensar en lo ocurrido. Era extraño, casi irreal. El miedo me paralizó, y sin evitarlo, las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas. Desde hace meses corría un rumor: al tomar asiento en el último metro, podías viajar a un momento del pasado que cambió tu vida. Un solo error podía alterar el presente. Hasta ahora, solo me parecían historias sin sentido, pero acababa de comprobar que eran ciertas.


Montones de preguntas retumbaban en mi cabeza. ¿Quién era ese chico? ¿Por qué vi esa escena de su vida?


Un escalofrío recorrió mi espalda. Palidecí y sentí más miedo. Las piernas me temblaban, como si quisieran huir de esa ‘realidad’. Ahora todo tenía sentido: el acento inglés de él y  el parecido físico con ambos… ¿Cómo no reconocí a mis padres? Me gustaría volver para hablar con ellos, pero mi viaje ya había terminado. Interferir podría poner en riesgo mi vida.


El metro se desvaneció en la oscuridad del túnel. Me quedé allí aturdido, no por el frío, sino por la certeza de que mi existencia dependía de ese metro. Mi papel fue crucial para ese encuentro. Toda mi vida amé el metro sin saber por qué, y ahora, por fin lo entendía.

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