Perspectiva.

Dema

El movimiento oscilante de su antena era mecánico, autómata. Con ella dibujaba las líneas de los pasillos en una imagen única, solo interpretable para su mente. Descendía poco a poco los escalones y viraba en cada recodo con admirable destreza, esquivando paredes y seres. No existía un número para la cantidad de veces que había recorrido esos mismos lugares.


Un ruido lejano y retumbante, que poco a poco se tornó cercano y metálico. La llegada de la maquinaria era inminente. Se dirigió a su sitio, encontró el patrón de "botones" en el suelo. Su antena se detuvo, descansó en ellos. Un último chirrido estridente y luego, silencio.


Dio un simple paso para subir, al tiempo que activaba su antena, buscando el borde de la puerta que debería estar allí. Pero nunca lo encontró: la vibración le devolvió otra imagen. Un pie.


El tiempo se detuvo hasta la fracción más diminuta posible. Y con brillante calma, la energía ascendió desde la punta más baja y lejana, recorriendo luego su mano, el codo, el hombro. Toda su columna y cada terminación nerviosa. Desde el cerebelo estalló en infinitos saltos hacia la parte trasera de su cerebro.


 


El negro dio paso a un gris uniforme, que luego fue manchas. La luz, filtrándose, comenzó a jugar en el caprichoso recorrido de los átomos, formando figuras, volúmenes cada vez más definidos. Personas. Espacios que se convirtieron en escenas. Escenas complejas, crueles, sufridas. Escenas de muerte y gritos, abusos. Acallados por la inmensidad de la nada, del desierto.


 


Desierto seco, áspero, en la piel y en las gargantas. Gargantas secas, de tanto sol, de tanto caminar, llenas de llagas. Llagas en pies y manos. Manos llenas de armas, tan antiguas como el metal. Metal afilado, lo suficiente como para flagelar, amputar.


 


El pie que tocó era el mismo que aparecía proyectado, huyendo. Cruzando horizontes, líneas imaginarias pero crueles. A veces de día, a veces de noche. Luego mar. Mucho mar. Embravecido, implacable, oscuro. Moviendo y abrasando su pie, y otros pies, muchos, de distintos tamaños, pero colores similares. Algunos (demasiados) volverían a tierra mucho tiempo después, pero ya no caminarían. El suyo sí. Caminó. Y aceptó una nueva condena. Se convirtió en sombra. Entre agresiones e insultos. Marginación. Hambre. Nueva y distinta: más desigual. Con heroica resignación la aceptó, la soportó. Siguió caminando, entre paredes que solo rebotaban el eco de su voz. Nada más que eso. Ni siquiera una mirada. En edificios de papeles infranqueables, con líneas negras intermitentes de maldad anónima, alienada.


El engranaje comenzó a acelerar la puerta, y también el tiempo. El sonido volvió a la misma velocidad con la que se había ido la luz. El movimiento alejó aquel pie, perdido para siempre entre otros. El movimiento lo cubrió todo a su alrededor. Pero su antena no se movió. Tampoco nada de su ser.


Una gota de agua salada (tal vez de un mar previo) surgió en la oscuridad y rodó por su mejilla, como una construcción física de su estado. Respiró hondo. Y el aire tapó todo el dolor que sus huesos no podían contener.


Retrocedió. O más bien, avanzó. Todo volvería a su lugar. La perspectiva se acomodaría de nuevo. Lo pequeño volvería a ser grande y lo grande pasaría desapercibido otra vez. Pero en ese momento nada tenía sentido (o tal vez todo lo contrario). Salió de allí de alguna manera. Por el pasillo, por el cubo que se movía o por el túnel... No lo recuerda.

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