El Guardián de los Ecos
Cuando Julia y Arnau descendieron por la escalera de servicio que los llevaba a la estación Gaudí, dejaron atrás los sonidos de la ciudad. Esta estación nunca inaugurada, permanecía oculta entre las estaciones de Sant Pau- Dos de Maig y Sagrada Familia. Ellos que siempre habían trabajado en edificios modernistas, ahora debían recuperar los murales para la conmemoración del centenario del metro de Barcelona.
Mientras Julia y Arnau recorrían el túnel, éste exhalaba un aire denso y saturado de polvo. Con linternas repasaban las paredes desconchadas. Bajo la mugre emergían trazos de azulejos decorados, vestigios de una época en que el ornamento llegaba al subterráneo.
Una noche mientras trabajaba, Julia deslizó la brocha sobre un mural y lo sintió: un susurro apenas perceptible recorrió el túnel. Se detuvo. No había viento ni corrientes de aire. Giró la linterna hacia el vacío, y un escalofrío le erizó la piel.
Cada noche los ecos se volvían más nítidos y se escuchaba con más claridad: un dialogo, unas risas, un susurro, un llanto, lejanos pero vivos. Las voces narraban historias de amor, de sufrimiento, de guerra, de desesperación y de esperanza.
A Arnau, por su parte, le parecía entrever en los azulejos: inmigrantes con maletas, operarios hablando, niños con la frente pegada a los cristales del vagón, la Barcelona de los años 90 con la llama olímpica y también las hordas turísticas que recorrian la ciudad.
—Creo que no debí aceptar este trabajo —dijo Arnau—. Ya tengo visiones.
—Yo estoy igual —rió Julia, sin entrar en detalles.
Durante los trabajos, fueron hallando objetos: billetes envejecidos, juguetes olvidados, maletas, chapas olímpicas, fotografías de rostros anónimos, pañuelos, atadillos con restos de comida, audífonos, una pequeña escultura de la Virgen y hasta un árbol de Navidad.
Una noche mientras clasificaban los objetos, escucharon pasos. Instintivamente miraron al vigilante, pero este seguía allí en su garita. Intrigados, siguiendo el sonido llegaron a un túnel sellado. Al girar la linterna, surgió en la penumbra: un anciano de abrigo largo y sombrero, ladeado, observándolos con intensidad.
—No todo lo que fue debe volver a la luz, las memorias se deben quedar aquí —dijo en catalán.
Julia sintió un estremecimiento, pensó que sería un vagabundo.
—¿Quién eres? —preguntó Arnau.
El anciano sonrió levemente.
—Recojo las historias de los viajeros que transitan por el metro, sus emociones y vivencias. Esta ciudad… se podría contar desde el subsuelo.
Julia en silencio recordó una leyenda de un eco que guardaba las memorias de los espacios.
—Si ¿y qué es lo que tienes que contar? —preguntó Arnau con sarcasmo.
— Lo que oísteis estas noches, no eran imaginaciones, son las energías que traen los túneles y que aún permanecen allí a pesar del tiempo—dijo el anciano. - el metro es como un río subterráneo de emociones, un espejo del pulso de la ciudad.
***
La víspera del centenario, Julia descendió sola a la estación. Apagó la linterna y cerró los ojos. En la oscuridad sintió la energía de todas esas vidas pasadas vibrando en los rieles. Las historias que se siguen añadiendo a las paredes. Quizás nunca comprendería todos los misterios del metro, pero una cosa era segura: bajo la superficie de Barcelona, los recuerdos no desaparecen. Quedan en el éter, solo esperan ser percibidos.