Vida subterránea

Eulalia Talp

En 1907 había más de medio millón de barceloneses moviéndose arriba y abajo, los atascos eran algo cotidiano y la mala uva se respiraba en el ambiente.


Pablo Muller era ingeniero y se acababa de casar, y muy bien, con la hija mayor de un industrial que les había provisto de piso en el Ensanche barcelonés y casa de piedra en la Cerdanya. Pablo se sentía agradecido, pero también ligeramente humillado. Era trabajador y ambicioso y deseaba fervientemente hacerse cargo de un proyecto faraónico con el que pudiera hacer frente a la mirada condescendiente de su suegro. Un hombre que solo había accedido a conceder la mano de su hija porque en un momento de flaqueza, ésta  ya había concedido a nuestro héroe algo más que la mano con un resultado que estaba por verse en unos pocos meses, para Navidad.


Un día de verano, mientras desayunaba en el jardín de la casa de la Cerdanya, Pablo descubrió en el césped unos misteriosos montoncitos de tierra, prácticamente idénticos en forma y tamaño, como si los hubiera hecho una miniexcavadora de gran precisión. Intrigado, se levantó y, junto al primer montón, descubrió un hoyo de unos doce centímetros de diámetro. Con cierta aprensión al ser hombre de ciudad, Pablo metió la mano en el agujero y, antes de llegar a la muñeca, tocó fondo, pero con el pulgar notó que el surco seguía en horizontal, en línea recta hacia otro montoncito de tierra que, presumiblemente, tapaba la entrada a otra galería similar. Con miedo razonable, ya que no se sabe qué alimaña te puede estar esperando en el subsuelo, Pablo metió la mano por este nuevo agujero y se sorprendió de la exactitud del diámetro y la profundidad y se maravilló al comprobar con el pulgar como a su izquierda, en dirección a un tercer agujero, se abría un nuevo pasadizo.


La mujer de Pablo, Eulalia, que había crecido entre aquellas montañas, salió pesadamente de la casa y, dándose palmaditas en su voluminosa panza, costumbre que había adoptado desde sus primeros días de embarazo y que a Pablo Muller desagradaba de manera irracional, miró lo que observaba su marido y, con el mismo tono condescendiente de su padre, le dijo:


- Això és un talp.


- ¿Un talp? - preguntó Pablo que nunca había oído esa palabra


- Sí, fill, un talp, “¡un topo!”- tradujo Eulàlia con guasa- Ara el mato, no et preocupis- añadió mientras se dirigía al cobertizo de las herramientas.


“Que bruta”, pensó Pablo de su mujercita.


Pablo fue en busca de una linterna, unas tenazas, un espejo, unos guantes y un colador. Se sirvió un té y se dispuso a esperar pacientemente la aparición del animalito, al que pretendía analizar antes de que su mujer le diera pasaporte con una escoba de jardinero que ya estaba empuñando con energía.


Tardó lo suyo, pero finalmente, el topo salió y, antes de que Pablo pudiera arrodillarse con su colador, Eulalia, con un gesto veloz lo agarró del pescuezo.


-Tu no l’agafes ni en somnis- presumió Eulalia acercando el topo a pocos centímetros de la cara de su marido- sobre la terra corre com una daina, però per sota, és que ni el veus. Si estigués buit i hi poguessin pujar persones s’acabaria la ximpleria  a Barcelona.


En 1907 Pablo Muller pidió que le dejaran construir el primer ferrocarril subterráneo de la ciudad de Barcelona para unir el parque de la Ciutadella con el passeig de la Bonanova. Se llamaría Ferrocarril Metropolitano Norte-Sur de Barcelona, pero en casa siempre le llamaron “el talp de l’Eulàlia”.


 

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