La jazz-band.

Irene Khalo

Respiro con dificultad. Siento el insoportable calor de esta ciudad.


Me llega el oxígeno a cuentagotas en el Hot Club, pero soy un privilegiado, soy músico de Jazz. Soy músico de Jazz en el Hot Club, me repito a mí mismo, a ver si por casualidad logro creérmelo.


Tocamos aquí algunos viernes, cada vez menos con la jazz-band.


Soy el saxofonista y un enamorado de Louis Armstrong y de Duke Ellington.


Te preguntas quién es ella, ella es la voz, la esencia del Club y por la que suspirábamos la mayoría aquí. Yo obviamente no iba a ser menos. Tenía la voz más dulce que nunca haya oído antes, la descubrimos Teo y yo una tarde más que tuvimos que refugiarnos en la estación de metro mientras los bombardeos de la aviación franquista golpeaban la ciudad un día y otro también.


Llevábamos más de dos horas escondidos allí, solo escuchando sirenas de aviso, por lo que la espera era desesperante; miedo, incertidumbre, lágrimas y a veces, a ratos, silencio. Otros días en cambio charlábamos de cosas sencillas extrañamente cotidianas. Así es el miedo, supongo, disfrazado de mil capas.


Aquel día era el del silencio, el silencio contenido de todos los que allí nos encontrábamos escuchando el zumbido lejano de la metralla, abatidos y ateridos de miedo e incertidumbre, preguntándonos por el sinsentido de la existencia en general.


Y fue esa tarde cuando la escuché por primera vez cantar.


Luego lo haría muchas noches más en el Hot Club, después de que Teo y yo la convenciéramos de unirse a nuestra banda de Jazz.


Mientras ella cantaba, yo tocaba embelesado el saxo, algunos privilegiados bailaban y todos, en general, probábamos a intentar evadirnos desdibujando los límites entre la realidad y la fantasía.


Dentro, el derroche, el sudor, la música, el baile, los colores. La vida. Y yo. Yo deseando que ella me viera como yo la veía a ella.


Fuera, la guerra civil española.


“Esa” que se llevó muchos sentimientos, y no iba a ser menos, se llevó a mi enamoramiento. Ella se fue, se la llevó una bomba que impactó sobre un camión del ejército cargado de dinamita.


Dudo que esta ciudad pueda reponerse de tanto sinsentido. De tanta destrucción. Dudo de que pueda vivir de la música. Respiro. Me obligo a dejar de pensar en ella. ¿Y ahora qué?


Salgo del Club, es insoportable el calor. Fuera también. Hace meses que no llueve. Años tal vez.


Ahora bajo al Metro. No tengo ganas de volver a casa. Demasiado calor para caminar. Y pensar. Y dejar que me invada la ira. Aunque tal vez sea tristeza.


Siempre volvía con ella a casa. Ella se bajaba en Fontana, yo en Lesseps. Lo camuflaba con un me “-Me viene de paso, mujer-” y nunca me sentí más afortunado de vivir una parada después de ella.


La miraba de reojo, tímido, hablábamos de Amstrong y de poesía.


Y nunca me he sentido más cobarde por no haberle dicho que poesía era ella.


Su voz me acompaña muchas noches en los huecos que dejan libres las sirenas. Me falta el aire a menudo, pero estamos en agosto y sigo sin ver el mar de esta ciudad. 

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