Propera Parada
Propera parada…
Llegó a plaza Catalunya. Descendió. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta su abono transporte y accedió al vagón de la línea verde, L3. Depositó la maleta en el suelo, se incorporó con dificultad y pulsó el botón de apertura de puertas. Salió raudo junto a una multitud acelerada que lo sobrepasaba. Esas fueron las indicaciones: no levantar sospechas, no recobrarla de la mano de algún ciudadano amable que quisiera ayudar a un pobre anciano olvidadizo, abandonar sin más aquel bulto desteñido junto a los asientos de un vagón en hora punta, en el mismo centro neurálgico de Barcelona.
Sonó la alarma de cierre de puertas, se giró sobre sí mismo, alguien desde dentro le señaló el equipaje olvidado. Él ya había cumplido.
Sintió con el vello erizado, la succión del metro al partir, observó con mirada enrojecida como se perdía en las profundidades de la oscuridad, mitigando su sonido la lejanía. Con las manos temblorosas y un pañuelo de tela bordado enjugó sus lágrimas reducto de un embalse ya reseco.
Todo empezó en el metro y allí acabaría.
La muerte fue benévola, rápida y digna.
Subió sereno y recobrado las escaleras mecánicas, hasta alcanzar el resplandor del sol estival que iluminó su ajado rostro y cegó su visión. No había nada que no hiciera por ella. Se preguntaba si deliraba cuando le pidió aquel último deseo. Nada podía negarle. Fueron tantos los años postrada en aquella cama, consumida entre escaras, tristeza y dolor.
—Cuanto me gustaría salir, perderme entre la gente, sentir toda la vida que hay ahí fuera, recordar olores, colores, sensaciones, escuchar algún violinista por los pasillos del metro, percibir los aires marineros allá por la Barceloneta, comer calçots y llenarme de romesco hasta las pestañas... —Ya sé cariño, que lo único que hago es entristecerte, a ti, que te has pasado la vida mimándome.
—¿Recuerdas cuando nos conocimos? ¡El gran metro! Fue poco antes de que hicieran aquel pasillo de enlace entre Catalunya y Trasversal, antes de la maldita guerra, me senté al lado de un apuesto joven, quién iba a decirme, que aquel viaje llegaría tan lejos.
— Sé que no puedo pedirte nada más, no hay nada que no me hayas dado, pero aun así cor meu, desearía que hicieses una última cosa por mí. Sabes que quiero que me incineren, ya sé que no te gusta este tema, pero al menos escucha. Cuando te den mis cenizas pásalas a la pequeña maleta de representante, que hizo que nos conociésemos. Está encima del armario. Sube a nuestro tren y déjame allí en el suelo del vagón. Te bajarás deprisa, sin que nadie se de cuenta y te la quiera devolver. Y recorrer al fin mi Barcelona. Rodeada de gente, bullicio, vida. Quién sabe si un pilluelo la recoja y al abrirla, un golpe de viento me esparza por el Borne junto a las escalinatas de Santa María del Mar, las ramblas cerca de la Boquería o la estación de Sants, punto de confluencia de infinidad de ciudades y tire el resto desilusionado del hallazgo o alguien me pasee hasta la comisaria más próxima o me invite a su casa esperando algún tesoro o quizá tras muchas vueltas junto al mismo asiento, como si de una niña dormida se tratara, me acompañen hasta un trabajador del Tmb para que me encuentre quien me ha perdido.